Clockwork Orange




La Alameda
Un mes después.

                Aunque una ciudad pueda parecer caótica, tiene su propio orden. Un orden que sólo conocen sus habitantes de forma casi instintiva. Así, desde pequeños, nos acostumbramos a la cadencia de los días, de los meses y los años conformándonos un tejido emocional cíclico que funciona como un reloj.
                Ese reloj cultural es el que hace que una persona adulta, trasladada de ciudad, sufra de una profunda nostalgia de sus reglas y observe extrañado las costumbres indígenas que cuando menos le resultarán extravagantes.
                La ciudad de Antonia López era un reloj cuya cuerda eran los días invernales y el detonador: la primavera.
                Daba igual cómo hubiese sido el invierno, o cómo estuviese la economía o la situación hidrológica de los pantanos o que se te hubiese muerto la suegra. En primavera todo volvía de nuevo a nacer y se habría ante los ojos de los ciudadanos un abanico de expectativas excitantes, prometedoras y halagüeñas. También daba igual que esas expectativas no se hubiesen cumplido el año pasado, ni en los últimos diez años. La ciudad quedaba amnésica ante la primavera.
                Y había un sentido absolutamente responsable de ese Alzheimer generalizado: el olfato.
                En primavera, en esta ciudad, el azahar se mezclaba con el olor del incienso y éste con el de la garrapiñada, el albero mojado, la manzanilla y la mierda de caballo para formar una fragancia que ya quisiera haber podido soñar para sí Jean-Baptiste Grenouille.
                Y ante ese detonante, cuyos primeros ingredientes aparecían casi a la par, la ciudad se ponía en funcionamiento de nuevo: Frenética,  planificada y laboriosa.
                La Alameda estaba hoy empezando a vivir esos primeros pulsos de nueva vida. La habituales colas de parados, ancianos, currantes y perroflautas tenían un competidor: las colas de gente para comprar capirotes, túnicas, varas, cirios y toda una tramoya específica para la gran representación teatral que se aproximaba.
                Hasta el Ok-Corral, mustio y pequeño de normal, tuvo que poner veladores en la calle para poder dar de desayunar a tanto inmigrante urbano. Manolo, siempre reacio a hacer que su negocio prosperase, había tenido que contratar a un camarero para atenderles. Un joven francés, un Erasmus, que vivía de noche, trabajaba por la mañana y se quedaba dormido por la tarde con el expediente académico sobre el pecho. Se llamaba, curiosamente, Jean-Baptiste.
                -Manolo, dos medias de manteca cologá y dos cogtados.
                -Las tostadas ya te las he puesto.
                -No, otgas dos.
                “Joder con la primavera. ¡Tengo unas ganas de que llegue Mayo y se larguen todos a la playa!”.
                El bar había crecido no sólo por el sarpullido primaveral, sino también porque los policías “de la acera de enfrente”, como eran conocidos en la Alameda, habían decido que era un sitio apropiado para tomar el desayuno. A esa decisión había contribuido sin duda la costumbre del nuevo y flamante Comisario Jefe, Gallardo, condecorado junto al anterior titular por la feliz resolución de los crímenes terribles que acaecieron en la ciudad apenas tres meses atrás.
                El porqué había accedido Gallardo a ocupar una plaza de “chupatintas” en vez de continuar con su prometedora carrera de investigador habría que buscarlo encima del Ok-Corral: El ático de Antonia López.
                Mientras Gallardo se rascaba la cartera para pagar, el Notario, en su mesa de siempre, ojeaba a medias el ABC sin perderlo de vista.
                -Uno ochenta, ¿no, Manolo?
                -Si, señor comisario.
                -Por cierto Manolo. ¿No habrás visto a Antonia López? Hace mucho tiempo que no la veo por aquí.
                -No podría decirle. Como es artista, unas veces está por aquí y otras por allí.
                -Vale…, um…, gracias. Buenos días.
                -Buenos días, señor comisario.
                Gallardo salió por la puerta, pensativo, y se encaminó hacia la comisaría para empezar la mañana de un espléndido y cálido día. Manolo se torció discretamente para comprobar que el comisario no volvía tras sus pasos. Al ver que no había peligro, enarcó las cejas en dirección a José Antonio, el notario, que de forma automática sacó un móvil de concha de su raída chaqueta y marcó un número.
                -Ya se ha ido.- Colgó.
                No hacía ni tres meses que el notario hubiera rechazado de plano tener un teléfono móvil, pero ahora, ahora era distinto. Muy distinto.
                En el ático, Antonia López colgó el teléfono para continuar haciendo su equipaje: un baulón de artistona como no había tenido nunca en el que cabía perfectamente toda su ropa y abalorios. Incluida la guitarra del Paco.
                Repasaba mentalmente una lista de cosas y miraba sin parar el reloj.
                Había llegado al final, así que cerró el baúl y lo llevó rodando sobre sus cuatro ruedas hasta la puerta. Luego se quitó la bata, y se metió en la ducha sin cortina. Se concentró un momento y “¡blumf!”, una humareda fue despejándose para mostrar a La Ninja de los Peines.
                -“¿Ya está todo?”- preguntó Paco el Camboyano dentro de la cabeza de la criatura.
                -“Si. No sé de dónde puñetas voy a sacar un guitarrista, pero si, está todo”
                -“¿Estás segura de lo que vamos a hacer? Sigo pensando que este asunto de la gira mundial es un montaje muy raro.”
                -“Y yo, pero algo me dice que debemos ir”
                -“¿Es esa voz otra vez… la has vuelto a escuchar?”
                -“No. Es más intuición que otra cosa.”
                La fuerte mano de la Ninja agarró el grifo del agua de la ducha para girarlo a la par que se iba tomando color, transformándose en una mano mucho más pequeña, más humana. El resto de la metamorfosis quedó oculta por una nube de vapor.
                -¡Ay…!¡Me muero de ganas por verla!
                -Tranquila, mujer, no creo que llegue hasta pasadas las doce. Viene de Madrid en coche y eso lleva su tiempo.
                La yerbas estaba parada en la puerta, cual primavera de Botticelli cincuentona aunque excitada como una chica de instituto ante su primer amor.
                -¡Ponme un café!
                “¡Hala! ¡Un café!”, pensó Manolo, que ya sabía cómo terminaba la yerbas si empezaba con cafés.
                -¡Cobgate cuatgo catogse!-
                -Jean-Baptiste. Llévame el café a la mesa del Notario, por favor.
                Manolo y Jotabé se miraron asombrados.
                -Será mejor que no, Pepa. Una cosa es que don José Antonio parezca otro y otra es que sea otro. Sabes que le gusta estar solo.
                -Si, señogita, mejor se lo pongo en una mesa fuega, hase un día luminoso y ya se están yendo todos a tgabajag. Toda la plasa paga usted.
                -Bueno, mejor.- Miró al solitario del ABC.-Pero que conste que seguro que no le hubiera importado.
                -Mejor no tentar la suerte. Sal que ahora te lo lleva el francés.
                El camarero y Manolo se miraron con alivio viendo como la yerbas se iba afuera.
                -Esta señogita está más caliente que una gamba cosida.
                -No Jotabé, no… hay que buscar algo con arte. Una gamba cocida está fresquita, con su sal gorda por lo alto. Eso no vale.
                -Bueno, pues una gamba cosiéndose.
                -Eres más lacio que un chorreón de Mistol. ¡Anda…! Tira y ve a limpiarle la mesa a la  “señoguita”.
                -Pues un chogeón de Mistol puede salig con mucha fuegsa- protestó saliendo con el café.- ¡Están locos estos españoles!
                El bar se fue vaciando poco a poco. El mostrador, el fregadero y las mesas abarrotados de vasos, platos, servilletas de papel y trozos de mantequilla esperaban a Jean-Baptiste con ansia. Manolo tenía bastante trabajo contando el dinero.
                La Maru, bruja de nómina de la Alameda, había dejado por un momento sus arcanos y se había instalado en la misma mesa que Pepa, junto a una selección de las putas más veteranas que, excepcionalmente, se mostraban a plena luz para no perderse la llegada más esperada desde la visita de Bruce Springsteen.
                Por fin, pasada a penas la hora del ángelus, un enigmático Audi negro se detuvo en la puerta. Un conductor joven y bien vestido se apeó un segundo y abrió la puerta de atrás. Una pierna gorda, con un cuarenta y cinco embutido en un zapato de tacón se posó sobre el adoquinado.
                Con las dificultades propias de Willy, la orca, saliendo de su estuario, La Peligro sacó su enorme cabeza redonda cubierta a medias con unas no menos grandes gafas de folklórica viuda y un peinado a lo Montiel y respiró inundando sus pulmones de azahar e incienso.
                -¡Ah….! ¡Qué arte, hijo, qué arte!
                Las chicas estiraron sus cuellos como hembras Padung, pero Pepa, que tenía una sobredosis de cafeína, pegó un bote y gritó -¡Peligro… qué ganas tenía de verte!
                Una vez que la maniobra de desacoplamiento entre el Audi y la Peligro se hubo efectuado, la travelo, como un transbordador vestido de tules se volvió hacia su impaciente auditorio.
                -Pepa, hija… ¡qué alegría! ¡Maru!- Ojeó al resto del grupo antes de terminar la frase – Putas en general… hola a todas.
                La Peligro envolvió a la yerbas en un abrazo mortal. El sudor le caía por los sobacos enturbiando esa imagen de mujer elegante, gorda, pero elegante que mostró al salir del coche.
                -¡Ay!- dijo Pepa intentando zafarse del abrazo del oso. – Hija… no te emociones, que yo soy muy poca cosa.
                -¡Uy, perdona! Es que este olor, esta luz, este calor. ¡No sabéis lo que tenéis!
                Mirándola con un ojo más abierto que el otro, la gitana Maru le dijo señalándola- ¡Te lo dije…! ¿Recuerdas? ¡Te dije que ibas a triunfar!
                -¡Maru…!- le plantó dos besos gordos en los mofletes cubiertos de colorete rojo- ¡Si vieras lo que me estoy acordando de ti…!
                -Peligro.- dijo Manolo justo detrás suya, más cortado que emocionado.- Qué alegría de verte.
                -¡Ay, hijo mío, si supieras las ganas que tengo de un botellín y un bocadillo de chorizo de los tuyos!
                -Pues toma asiento que te los pongo ahora mismo.
                -¿A qué hora has salido?- preguntaron desde el interior en sombras.
                -Coño, José Antonio.- dijo entrando a medias en el local -Yo también me alegro de verte.- se volvió hacia la plaza abriendo los brazos de par en par y, como si la pregunta se la hubiese hecho la Humanidad entera, contestó sonriente- Pues he salido a las siete de la mañana. Pero es que no me podía aguantar.
                -Perdona,- se acercó Manolo al conductor -¿vas a querer algo?
                -No gracias. Estoy de servicio.
                -¡Matías!- Gritó la gorda volviéndose hacia el conductor-¿¡Cómo que no!? Ponle otro bocadillo de chorizo, que lleva el chiquillo muchas horas en planta, dale que te pego.
                -Peligro, ¿no te habrás…?- dijo una de las putas con tela de morbo.
                -No hija, no… Matías lo da todo- dijo mirándolo con coquetería hipopotámica- pero es muy de su novia, ¿verdad cariño?
                Matías miró a La Peligro como para matarla, pero se sonrojó y mantuvo la boca cerrada mientras se volvía hacia Gómez.-Venga, si, póngame un bocadillo de esos.
                -Si, será mejor, no sea que te dé una lipotimia.- dijo divertido Manolo Gómez.- ¿Una cervecita?
                El conductor asintió y, sin él saberlo, ocupó el taburete que otro tiempo sirviera a La Peligro para descanso de sus aventuras nocturnas.
                -Pero bueno, hija, cuéntame… ¿cómo es la vida de casada?
                La Peligro plantó su enorme mano hinchada que ahora lucía un igualmente enorme anillo en el dedo anular delante de la cara de las putas, que como arpías de leyenda murmuraban una y otra vez sin perder puntada de la gorda venida a más.- ¡Tenéis ante vosotras a la insigne señora del Teniente Coronel Calatrava!
                -¡La que ha liado Zapatero!- murmuró el notario sin levantar la cabeza de su Marcial Lafuente.
                Mientras tanto, en la acera de enfrente, Gallardo miraba la escena desde detrás de la veneciana de su despacho con unos prismáticos.
                -La ventana indiscreta- dijo entrando el ex comisario De la Fuente.
                -¡Hombre!- dijo Gallardo, soltando los prismáticos sobre el archivador de la ventana- Entra, entra. ¿Cómo llevas la jubilación?- la puerta se cerró tras el antiguo comisario.
                -Mejor que tú tus relaciones afectivas, por lo que veo.
                Gallardo miró nervioso hacia la ventana y contestó tartamudeando.
                -No, eso… no, no es lo que imaginas.
                -No, probablemente. Ni lo que imaginas tú.- El ex comisario tomó asiento como si fuera su casa.
                -Es que esa chica me intriga. Creo que tiene que ver con lo que pasó en el avión y la extraña mujer que “me curó”. Y no digamos de su relación con las huellas digitales.
                -Te recuerdo que esa conexión fue desechada por el juez, que dijo aquello de…
                -Si.- Gallardo tomó asiento – “Prueba no verificable por análisis pericial.” Todavía resuenan entre estas paredes los insultos de Pepo.
                -De todas formas, ahí tienes a tu intrigante mujer- De la Fuente señalaba a la ventana. Antonia, con la ayuda de un joven, intentaba meter un enorme baúl en el Audi negro que permanecía aparcado en la puerta. Gallardo pegó un respingo y volvió a tomar los prismáticos.
                -¿Dónde irá con tanto equipaje?
                -De gira, ¿no era una cantaora o bailaora de esas?
                -Si, pero de bajo caché. No es de esperar que viaje muy lejos.
                -Estoy empezando a pensar que te aburres en este puesto. ¿Crees que ha sido buena idea?
                El Audi cerró sus puertas y se alejó perdiéndose entre las calles de la Alameda.
                -¿Eh?- dijo Gallardo sin dejar de mirar por los prismáticos-Perdona no te he escuchado. ¿Decías?
                -Nada, amigo, nada.
                El francés, mientras preparaba la bandeja para la mesa murmuró a su jefe.
                -Entonses es lo que yo cgeía, eso no es una mujeg.
                -Eso es La Peligro, algo muuuu raro que frecuentaba este local. Ahora, como ves, se ha casado y es la señora de nosequién.
                -¡Hay gente pa tó!- apostilló el notario.
                -Bueno, mientgas no sea obligatogio.- y cogió la bandeja con el botellín y el bocadillo.
                En la mesa de afuera, La Peligro, la yerbas,  la bruja Maru y el corpus putae hablaban a la vez contándose y preguntándose cosas en una comunicación full-multiplex incapaz de ser seguida por nadie normal.
                -Su bocadillo, señoga.
                La Peligro se giró a todo lo ancho y puso cara de sorpresa al descubrir al jovencito que le estaba sirviendo. Luego, esquivándole se estiró para ver a Manolo gritando.
                -¿Y este pimpollo quién es?
                El francés, que era muy suyo, interceptó la visión entre ambos colocándose justo delante.
                -Hola. Soy Jean-Baptiste Legrand, camagego del Ok-Cogal. Disculpe que no le dé la mano, estoy fgegando.
                La Peligro hizo un gesto de asentimiento y se quedó sin palabras mirando a Manolo interrogante.
                -¡Si hija, si…! ¡Esto ya no es lo que era!- se oyó protestar desde su mesa a José Antonio.
                El chico se acercó a la barra para seguir con sus quehaceres de limpieza y le comentó a Manolo -¿Debegía de teneg cuidado con “eso”?
                -Bueno. – Manolo miró con desconsuelo el bocadillo el botellín abandonados por el conductor.- Sería prudente que no te pongas a tiro: su apodo te puede dar una idea de cómo es.
                -Ok.
                Mientras el güirigai de la puerta subía y bajaba de tono, el francés fregaba reflexivo. De pronto se volvió hacia Manolo.
                -¡Ya lo tengo- Manolo apartó distraído la mirada de sus cuentas- ¡Está más caliente que un pan salido del hogno!
                -Jotabé, déjalo. No te metas en nada.- Contestó Manolo.
                -Si, las comparaciones no son lo tuyo. Yo llevo aquí veinte años y aún no llego a entender cómo o quién las fabrica.- Apuntilló el notario.
                Una chica oriental se detuvo en la puerta del local y miró respetuosamente hacia el interior buscando a alguien. Manolo le vio e hizo un gesto de fastidio susurrando entre dientes. –Ya está aquí Mulan.
                El francés levantó la mirada y se le iluminó la cara.
                -Good mogning, deag.
                -Good morning.- Dijo La chica sonrojándose y agachando la cara.
                El chico se empezó a quitar el delantal a toda velocidad, mientras se acercaba a Manolo.- Mulan es china, y ella es japonesa.
                -¡Son todas iguales… anda!- sacó dinero de la caja -¡Llévala a un sitio bonito a comer, no seas rácano!
                -Ggasias, Manolo.
                Como si perdiera el metro, el chico salió de detrás de la barra a toda velocidad en dirección a la japonesita de ojos profundos y pelo lacio que lo miraba como un gato a un vaso de leche. Jean-Baptiste frenó en seco. -¡Lo tengo!- Gritó dándose la vuelta.
                El notario y Manolo levantaron la cabeza sorprendidos.
                -¡Está más caliente que el pomo de la puegta del infiegno!
                -¡Ja, ja…! Esa sí es buena… ¡artista!
                Los jóvenes enamorados se alejaron rodeados de perfume, luz y alegría. Manolo miró a los chicos perderse entre los edificios y suspiró, recordando sus años de inocencia juvenil. Las chicas siguieron con lo suyo, tras haber hecho el oportuno repaso de la parejita y el notario retomó su ABC.
                -No me podía imaginar que un francés pudiera tener gracia.
                -La gracia está en cualquier parte, notario, en cualquier parte.

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