Gallardo no podía
moverse, empotrado entre una masa de pasajeros carajotes que no sabían que iban
a morir y, si lo sabían, les daba igual. Era como si fuera un Domingo de Ramos
de una Semana Santa Sangrienta.
Pero la visión de
la puerta entreabierta de la cabina y la certeza de que el avión ya había
despegado, confirmada por el ruido en la bodega del tren de aterrizaje, le daba
urgencia, energía para luchar.
-¡Déjenme paso,
carajo, déjenme paso!
La gente parecía
entender la necesidad del inspector por ver a su ídolo y por eso peleaban,
competían con él, por ocupar las primeras plazas, lo que hacía la lucha
prácticamente inútil.
-¡Mierda!- dijo
entre dientes, intentando liberar el brazo con el arma que la masa aprisionaba
y parecía querer arrancarle.
-¡Eh…!¡Este tío
lleva un arma!
-¡Dámela, que las
armas las carga el diablo!- respondió una anciana divertida desde el final del
barullo.
-Abuela, que
tiene usted mucho peligro.
-Me cago en…- la
frase quedó inacabada. La cara de Johnny el Penumbra asomó sonriente por el
dintel de la puerta del piloto. Las miradas se cruzaron un instante. Haciendo
nuevamente acopio de fuerzas desconocidas, Gallardo movió el brazo derecho
atrapado hacia arriba, describiendo con el arma un arco de circunferencia
perfecto hasta lograr apuntar por encima de las cabezas de los pasajeros a la
estúpida sonrisa del malvado torreblanquino.
El avión ascendía
sin freno a más de medio kilómetro de la pista del aeropuerto, fuera ya del
alcance de los francotiradores que protestaban a coro saturando los canales de
comunicación del operativo del Ministerio de Defensa comandado por el CNI.
-¡Cállense, les
ordeno que se callen!- Gritó el sargento. Poco a poco se hizo el silencio en
los auriculares de todos.
-Ustedes reciben
y obedecen órdenes y punto. Permanezcan en sus puestos, el avión puede volver
en cualquier momento.
Tocando sobre su
tableta tuneada, el sargento cambió de interlocutor.
-Los hombres
están muy alterados, necesito que me den nuevas órdenes porque el escenario ha
cambiado.
En un pequeño
despacho del destacamento de policía, los dos agentes del CNI conversaban con
el oficial que mandaba la tropa.
-Permanezcan
alerta. Como ha dicho, el avión puede que vuelva y le puedo asegurar que lo
haremos volver. Un par de cazas acaban de despegar de la Base Aérea de Morón, o
arriba o abajo, ese avión se va a detener.
El agente cortó
la comunicación. El capitán del retén de policía del aeropuerto contemplaba
escéptico el tejemaneje de los hombres
de negro.
-¿Y usted qué
mira?
-Les miro y pido
a Dios que nadie nos declare la guerra, porque estaríamos aviados.
-¡Pero quién coño
se cree que es…! ¡Por su culpa no he podido dar la orden de disparo!
-Menos mal que
hay aquí alguien con sentido común, porque un disparo al piloto en el momento
del despegue hubiera provocado una tragedia con decenas de muertos, hombres,
mujeres y niños.
-Yo creía que la
policía tenía más huevos.
-La policía tiene
bastante más huevos que los que la dirigen.
-De esa actitud
hablaremos más tarde, ahora lárguese de aquí, me pone enfermo.
El capitán salió
del pequeño despacho a punto de reventar, un agente se le acercó para
tranquilizarlo.
-Capitán, ese con
el que hablaba es teniente coronel del ejército, no le conviene enfrentarse a
él.
-¿¡Y qué!? No
puede ir vestido del FBI y pretender ser responsable de un montón de gente
armada, peligrosa y ciega. Nuestra misión es salvaguardar a la gente, no vamos
matándolas por ahí.
Johnny observaba
sonriente con un ojo a los pilotos, que solícitos y “encantados”, obedecían sus
sugerencias conduciendo el avión hacia Alemania. No tenía pensado cómo resolver
el aterrizaje ni la salida del aeropuerto, pero ya se le ocurriría algo. Tanto
éxito social le hacía perder perspectiva: el mundo era suyo. Y quizá fuera así.
Pero decidió echar un vistazo a la cabina de pasaje, donde a pesar del follón
escuchaba una voz discordante, alguien enojado, y eso no le estaba molestando.
Cuando levantó la
mirada se encontró de inmediato con los ojos del causante de su zozobra: había
un policía entre los pasajeros que ahora le estaba apuntando con un arma. Tenía
que hacer algo, de inmediato, o todo se iría al traste.
Aunque no lo
había puesto en práctica nunca, sabía que podía dirigir sus ondas mentales
hacia parte de su auditorio y se propuso intentarlo ahora. Concentró su puta
mala leche, su resquemor social de alienación, hacia el tapón de personas que
bloqueaban el pasillo y entre las que se debatía el que le apuntaba.
Gallardo vio en los
ojos de su enemigo sus intenciones un microsegundo antes de que una tenaza de
frío acero le estrujara el corazón, impidiéndole pensar ni respirar. Dejó caer
el arma y se llevó la mano al pecho. Lo mismo hizo el resto de los pasajeros.
Un lamento de dolor invadió el interior del aparato. El inspector empezó a temblar, aquellas ideas
que le hacían levantarse todas las mañanas, preocuparse por sus casos o luchar contra sus enemigos se volvieron
absurdas de repente. La vida misma dejó de tener sentido y se convirtió en una
pesada losa que no podía soportar. No había salida. Nada tenía sentido, esa era
la absoluta verdad. ¿Para qué vivir? ¿Para sufrir?
-¡Oye!- dijo
Johnny a la azafata que estaba junto a la puerta de embarque-¿Qué les ha pasado
a estos?
-No sé, pero se
han vuelto de pronto unos nervensäge.
¿No crees?
-Desde luego. Yo
que tú los dejaba salir.
-Será lo mejor.
No queremos gente molesta, ¿verdad Johnny?
-Verdad…- miró la
placa que la azafata llevaba sobre su pecho izquierdo- Claudia. ¡Abre la puerta
y que se vayan…!
-Como tú mandes, mein schatz.
Gallardo oía la
conversación sin entender su significado hasta que se pronunciaron las palabras
“que se vayan”, eso era… quería irse, quería salir de ahí, quería terminar con
todo.
La azafata,
diligente, se volvió a la puerta de la cabina y empezó a desactivar los
bloqueos automáticos. Una alerta empezó a sonar en el panel de control del
piloto.
-¡Johnny….! ¡Será
mejor que entres, eso se va a poner muy incómodo!
-¡Allá voy,
amigo, no te preocupes!- Antes de cerrar la puerta de la cabina del piloto,
Johnny echó un último vistazo para disfrutar viendo como un centenar de zombis
deprimidos se arrastraban en dirección a la puerta de salida. “¡Hala… al
recreo!”, pensó, justo cuando un fuerte ruido le retuvo en el sitio.
Un rugido
metálico, como si unas manos gigantescas estuviesen estrujando miles de latas
de cerveza a la vez, se impuso al sonido de las alarmas. El Penumbra intentaba
ahora ver qué pasaba detrás del grupo de suicidas, con más suerte que el
inspector, porque éstos apenas eran
capaces de estar a cuatro patas: Una figura negra, imponente, se irguió de un
salto desde un agujero recién abierto en el suelo del pasillo.
-Déjalos ya. Déjalos
ya si quieres vivir.
La voz era
rotunda, mecánica, como de una criatura del averno. Johnny sintió por primera vez
desde que le ocurriera aquello en el Hospital que algo no estaba donde él
quería. Sintió miedo. Mandó toda su fuerza maligna hacia la figura de negro,
proyectando sobre ella todo su poder de destrucción emocional.
Las gafas de la
Ninja brillaron como pequeñas auroras boreales. Antonia López observó, a través
de esa neblina luminiscente, cómo la cabeza del malvado se iba engrosando a la
vez que desplegaba una red de gruesos vasos capilares que la envolvían
palpitando como si fuesen a estallar de un momento a otro.
-Déjalo, es
inútil, entrégate antes de que sea demasiado tarde.
“¡Pégale ya dos
ostias, cojones!”. Era la voz del Paco, que nunca fue muy negociador.
-¡Abre la puerta
ya, hija de puta!- Gritó Johnny a la atónita azafata mientras se aferraba al
marco de la puerta de los pilotos.-¡Abre coño ya!
La chica retomó
un segundo la compostura y giró la palanca que liberaba la puerta. La fuerza
del aire impedía abrirla, la chica empujó con todas sus fuerzas, por fin la
puerta se deslizó hacia afuera y corrió empujada por el aire hacia detrás,
dejando expedita la salida hacia el vacio. Fue ella, la azafata, la primera que
cayó gritando de pánico ante la segura muerte.
La diferencia de
presión aún no era excesiva, pero la velocidad extraía el aire de la cabina con
la fuerza de una enorme aspiradora. Las mascarillas cayeron sobre los
reposacabezas de los asientos vacíos y la gente empezó a arrastrarse de nuevo
en pos de su fatídico destino.
Sin tiempo para
pensar, con los sentidos bloqueados por la bruma de las gafas y el ruido de la
descompresión, la Ninja pegó un salto y se colocó boca abajo contra el techo,
empezó a gatear hacia la puerta a una velocidad considerable y la alcanzó antes
de que el primer pasajero se pudiera siquiera incorporar para lanzarse.
La mujer oscura
se aferró con pies y manos al marco de la puerta, bloqueando con su cuerpo la
salida e impidiendo que aquellos energúmenos consumasen su apuesta por una vida
mejor.
Las manos,
brazos, piernas y cabezas de los pasajeros intentaban colarse por los huecos
que había entre el fuselaje y la propia Ninja de los Peines, buscando una
salida inapropiada a su sufrimiento. La criatura, fuerte y segura, bloqueaba
toda expectativa de suicidio pero estaba inmóvil soportando cientos de kilos de
afán autodestructor. Las uñas y los talones de la Ninja deformaban la
estructura de aluminio del avión, que aún así, aguantaba la presión.
“¿Y ahora qué
hago?” Pensó impotente, “¿Qué coño hago ahora?”.
Antonia López
sabía que un solo movimiento suyo provocaría la muerte de al menos cinco o seis
pasajeros, aunque este movimiento fuese ultrarápido. No podía moverse de la
puerta pero tenía que detener al asesino que dirigía a los pasajeros hacia la
muerte.
“¡Usa los
peinecillos, Antonia!” Oyó una voz en su interior. No era la voz de Paco. Era
una voz calmada, paternal y confiada que escuchaba por primera vez. Por primera
vez sintió que ella, y Paco, no estaban solos en el interior de la criatura,
que alguien poderoso les acompañaba y les guiaba. No tenía tiempo para más
reflexiones. De pronto, sin explicación alguna, supo lo que tenía que hacer.
El Penumbra
intentaba en vano alejarse de la puerta de la cabina, luchando con las fuerzas
neumáticas que tiraban de él y, por qué no decirlo, con ese pedazo de cabeza
que se le había puesto, le costaba lo suyo. La figura de la Ninja estaba
cubierta de cuerpos que intentaban escabullirse hacia el vacío.
Antonia López
volvió a escuchar la extraña y acogedora voz: “¡Usa los peinecillos, Antonia!” cuando
ya había puesto en movimiento su cabeza. Con un giro brusco, súbito, dio un
golpe de cuello hacia la izquierda y doce peinecillos del material más duro
jamás conocido por el Hombre salieron disparados en dirección a la macro cabeza
de Johnny el Penumbra prendiéndose como ascuas del mismo Sol.
Él vio con pavor
cómo esos doce meteoritos se dirigían hacia su persona y sintió miedo, miedo
absoluto. Su cara se deformó en una mueca de pánico cobarde y no tuvo tiempo
para más. El impacto hizo reventar ese apéndice mórbido en que se había
convertido su cabeza salpicando de ponzoña negruzca y fétida todas las paredes
del avión. La mierda negra que había en su cerebro, por fin, quedó untada como
mermelada de arándanos podrida sobre ventanillas, asientos, víctimas, azafatas
y pilotos. Incluso la cara de la Ninja de los Peines recibió su buena cantidad
de pringue sanguinolenta. Antonia dejó de ver. El cuerpo descabezado de Johnny
cayó como un guiñapo en el dintel de la puerta y las personas que viajaban en
el vuelo 7912 de Air Berlín pudieron volver a respirar.
Un par de
minúsculos parabrisas limpiaron las gafas de la figura de negro.
“Ya sabía yo que
el Seat Panda estaría en algún sitio” dijo la voz del Camboyano.
Los pilotos
fueron sacados de su encantamiento a base de babas rojinegras. El copiloto fue
el primero en reaccionar, pasando una mano sobre las esferas de los indicadores
del panel central. El piloto se agarró fuertemente a los mandos y movió el
interruptor de comunicación.
-A… Aquí vuelo
7912- balbuceó el piloto- Aquí vuelo 7912. Torre de control, pidiendo permiso
para aterrizar.
-Permiso
concedido, ¡Me cago en la puta… ya era hora!
En mitad de la
pista de aterrizaje el avión de Air Berlin parecía un juguete roto: la puerta
delantera arrancada de cuajo, las rampas inflables de evacuación desplegadas,
decenas de vehículos de ambulancias, bomberos, mantenimiento y policía
rodeándolo, como en una lujosa maqueta de Play Mobil.
Algunas personas
habían subido a bordo e iban dejando caer los cuerpos casi sin vida por las
rampas. Muchos operarios ayudaban a transportar a los heridos hacia las
camillas que eran introducidas en las ambulancias para ser evacuadas hacia la
ciudad. Los bomberos regaban los motores de espuma blanca, a falta de algo
mejor que hacer. La policía sacaba esposados al personal de la compañía, lleno
de mierda negra. Una de las camillas había sido apartada del proceso de
transporte, junto a ella, De la Fuente cogía con fuerza la mano inerte de lo
que quedaba de Gallardo.
-¡Ánimo amigo, no
te dejes vencer!
El inspector,
sumido en el más profundo dolor, parecía no oírle. Con la cabeza girada, miraba
a ninguna parte, los ojos hundidos, las mejillas resecas, con el gesto de un
espectro del más allá. El comisario le tocaba el hombro, le hablaba, en un vano
intento por captar su atención.
De entre el
operativo, detrás del aparato, salió una mujer mal vestida. Pasando
absolutamente desapercibida se dirigió a la camilla de Gallardo. De la Fuente
miró sorprendido a la joven con ropa de anciana pero no tuvo tiempo de
interpelarla cuando ya ésta había cogido la cara del inspector y le obligaba a
mirarla con fuerza. Una minúscula
llamarada iluminó sus ojos.
-Escúchame. Te
vas a poner bien, ¿de acuerdo? Te vas a poner bien.
El rostro del
inspector dibujó una leve sonrisa que borró un instante la mueca de dolor. Su
mirada recuperó un poco de vida.
-¿Quién eres?-
dijo en un hilo de voz.
Pero Antonia no
contestó. Dejó al inspector, saludó con una sonrisa de confianza al comisario,
y caminó perdiéndose entre el bullicio del rescate.
FIN
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