14: Flies on a plane




     Gallardo no podía moverse, empotrado entre una masa de pasajeros carajotes que no sabían que iban a morir y, si lo sabían, les daba igual. Era como si fuera un Domingo de Ramos de una Semana Santa Sangrienta.
     Pero la visión de la puerta entreabierta de la cabina y la certeza de que el avión ya había despegado, confirmada por el ruido en la bodega del tren de aterrizaje, le daba urgencia, energía para luchar.
     -¡Déjenme paso, carajo, déjenme paso!
     La gente parecía entender la necesidad del inspector por ver a su ídolo y por eso peleaban, competían con él, por ocupar las primeras plazas, lo que hacía la lucha prácticamente inútil.
     -¡Mierda!- dijo entre dientes, intentando liberar el brazo con el arma que la masa aprisionaba y parecía querer arrancarle.
     -¡Eh…!¡Este tío lleva un arma!
     -¡Dámela, que las armas las carga el diablo!- respondió una anciana divertida desde el final del barullo.
     -Abuela, que tiene usted mucho peligro.
     -Me cago en…- la frase quedó inacabada. La cara de Johnny el Penumbra asomó sonriente por el dintel de la puerta del piloto. Las miradas se cruzaron un instante. Haciendo nuevamente acopio de fuerzas desconocidas, Gallardo movió el brazo derecho atrapado hacia arriba, describiendo con el arma un arco de circunferencia perfecto hasta lograr apuntar por encima de las cabezas de los pasajeros a la estúpida sonrisa del malvado torreblanquino.
     
     El avión ascendía sin freno a más de medio kilómetro de la pista del aeropuerto, fuera ya del alcance de los francotiradores que protestaban a coro saturando los canales de comunicación del operativo del Ministerio de Defensa comandado por el CNI.
     -¡Cállense, les ordeno que se callen!- Gritó el sargento. Poco a poco se hizo el silencio en los auriculares de todos.
     -Ustedes reciben y obedecen órdenes y punto. Permanezcan en sus puestos, el avión puede volver en cualquier momento.
     Tocando sobre su tableta tuneada, el sargento cambió de interlocutor.
     -Los hombres están muy alterados, necesito que me den nuevas órdenes porque el escenario ha cambiado.
     En un pequeño despacho del destacamento de policía, los dos agentes del CNI conversaban con el oficial que mandaba la tropa.
     -Permanezcan alerta. Como ha dicho, el avión puede que vuelva y le puedo asegurar que lo haremos volver. Un par de cazas acaban de despegar de la Base Aérea de Morón, o arriba o abajo, ese avión se va a detener.
     El agente cortó la comunicación. El capitán del retén de policía del aeropuerto contemplaba escéptico el tejemaneje de  los hombres de negro.
     -¿Y usted qué mira?
     -Les miro y pido a Dios que nadie nos declare la guerra, porque estaríamos aviados.
     -¡Pero quién coño se cree que es…! ¡Por su culpa no he podido dar la orden de disparo!
     -Menos mal que hay aquí alguien con sentido común, porque un disparo al piloto en el momento del despegue hubiera provocado una tragedia con decenas de muertos, hombres, mujeres y niños.
     -Yo creía que la policía tenía más huevos.
     -La policía tiene bastante más huevos que los que la dirigen.
     -De esa actitud hablaremos más tarde, ahora lárguese de aquí, me pone enfermo.
     El capitán salió del pequeño despacho a punto de reventar, un agente se le acercó para tranquilizarlo.
     -Capitán, ese con el que hablaba es teniente coronel del ejército, no le conviene enfrentarse a él.
     -¿¡Y qué!? No puede ir vestido del FBI y pretender ser responsable de un montón de gente armada, peligrosa y ciega. Nuestra misión es salvaguardar a la gente, no vamos matándolas por ahí.

     Johnny observaba sonriente con un ojo a los pilotos, que solícitos y “encantados”, obedecían sus sugerencias conduciendo el avión hacia Alemania. No tenía pensado cómo resolver el aterrizaje ni la salida del aeropuerto, pero ya se le ocurriría algo. Tanto éxito social le hacía perder perspectiva: el mundo era suyo. Y quizá fuera así. Pero decidió echar un vistazo a la cabina de pasaje, donde a pesar del follón escuchaba una voz discordante, alguien enojado, y eso no le estaba molestando.
     Cuando levantó la mirada se encontró de inmediato con los ojos del causante de su zozobra: había un policía entre los pasajeros que ahora le estaba apuntando con un arma. Tenía que hacer algo, de inmediato, o todo se iría al traste.
     Aunque no lo había puesto en práctica nunca, sabía que podía dirigir sus ondas mentales hacia parte de su auditorio y se propuso intentarlo ahora. Concentró su puta mala leche, su resquemor social de alienación, hacia el tapón de personas que bloqueaban el pasillo y entre las que se debatía el que le apuntaba.
     Gallardo vio en los ojos de su enemigo sus intenciones un microsegundo antes de que una tenaza de frío acero le estrujara el corazón, impidiéndole pensar ni respirar. Dejó caer el arma y se llevó la mano al pecho. Lo mismo hizo el resto de los pasajeros. Un lamento de dolor invadió el interior del aparato.  El inspector empezó a temblar, aquellas ideas que le hacían levantarse todas las mañanas, preocuparse por sus casos o  luchar contra sus enemigos se volvieron absurdas de repente. La vida misma dejó de tener sentido y se convirtió en una pesada losa que no podía soportar. No había salida. Nada tenía sentido, esa era la absoluta verdad. ¿Para qué vivir? ¿Para sufrir?
     -¡Oye!- dijo Johnny a la azafata que estaba junto a la puerta de embarque-¿Qué les ha pasado a estos?
     -No sé, pero se han vuelto de pronto unos nervensäge. ¿No crees?
     -Desde luego. Yo que tú los dejaba salir.
     -Será lo mejor. No queremos gente molesta, ¿verdad Johnny?
     -Verdad…- miró la placa que la azafata llevaba sobre su pecho izquierdo- Claudia. ¡Abre la puerta y que se vayan…!
     -Como tú mandes, mein schatz.
     Gallardo oía la conversación sin entender su significado hasta que se pronunciaron las palabras “que se vayan”, eso era… quería irse, quería salir de ahí, quería terminar con todo.
     La azafata, diligente, se volvió a la puerta de la cabina y empezó a desactivar los bloqueos automáticos. Una alerta empezó a sonar en el panel de control del piloto.
     -¡Johnny….! ¡Será mejor que entres, eso se va a poner muy incómodo!
     -¡Allá voy, amigo, no te preocupes!- Antes de cerrar la puerta de la cabina del piloto, Johnny echó un último vistazo para disfrutar viendo como un centenar de zombis deprimidos se arrastraban en dirección a la puerta de salida. “¡Hala… al recreo!”, pensó, justo cuando un fuerte ruido le retuvo en el sitio.
     Un rugido metálico, como si unas manos gigantescas estuviesen estrujando miles de latas de cerveza a la vez, se impuso al sonido de las alarmas. El Penumbra intentaba ahora ver qué pasaba detrás del grupo de suicidas, con más suerte que el inspector, porque  éstos apenas eran capaces de estar a cuatro patas: Una figura negra, imponente, se irguió de un salto desde un agujero recién abierto en el suelo del pasillo.
     -Déjalos ya. Déjalos ya si quieres vivir.
     La voz era rotunda, mecánica, como de una criatura del averno. Johnny sintió por primera vez desde que le ocurriera aquello en el Hospital que algo no estaba donde él quería. Sintió miedo. Mandó toda su fuerza maligna hacia la figura de negro, proyectando sobre ella todo su poder de destrucción emocional.
     Las gafas de la Ninja brillaron como pequeñas auroras boreales. Antonia López observó, a través de esa neblina luminiscente, cómo la cabeza del malvado se iba engrosando a la vez que desplegaba una red de gruesos vasos capilares que la envolvían palpitando como si fuesen a estallar de un momento a otro.
     -Déjalo, es inútil, entrégate antes de que sea demasiado tarde.
     “¡Pégale ya dos ostias, cojones!”. Era la voz del Paco, que nunca fue muy negociador.
     -¡Abre la puerta ya, hija de puta!- Gritó Johnny a la atónita azafata mientras se aferraba al marco de la puerta de los pilotos.-¡Abre coño ya!
     La chica retomó un segundo la compostura y giró la palanca que liberaba la puerta. La fuerza del aire impedía abrirla, la chica empujó con todas sus fuerzas, por fin la puerta se deslizó hacia afuera y corrió empujada por el aire hacia detrás, dejando expedita la salida hacia el vacio. Fue ella, la azafata, la primera que cayó gritando de pánico ante la segura muerte.
     La diferencia de presión aún no era excesiva, pero la velocidad extraía el aire de la cabina con la fuerza de una enorme aspiradora. Las mascarillas cayeron sobre los reposacabezas de los asientos vacíos y la gente empezó a arrastrarse de nuevo en pos de su fatídico destino.
     Sin tiempo para pensar, con los sentidos bloqueados por la bruma de las gafas y el ruido de la descompresión, la Ninja pegó un salto y se colocó boca abajo contra el techo, empezó a gatear hacia la puerta a una velocidad considerable y la alcanzó antes de que el primer pasajero se pudiera siquiera incorporar para lanzarse.
     La mujer oscura se aferró con pies y manos al marco de la puerta, bloqueando con su cuerpo la salida e impidiendo que aquellos energúmenos consumasen su apuesta por una vida mejor.
     Las manos, brazos, piernas y cabezas de los pasajeros intentaban colarse por los huecos que había entre el fuselaje y la propia Ninja de los Peines, buscando una salida inapropiada a su sufrimiento. La criatura, fuerte y segura, bloqueaba toda expectativa de suicidio pero estaba inmóvil soportando cientos de kilos de afán autodestructor. Las uñas y los talones de la Ninja deformaban la estructura de aluminio del avión, que aún así, aguantaba la presión.
     “¿Y ahora qué hago?” Pensó impotente, “¿Qué coño hago ahora?”.
     Antonia López sabía que un solo movimiento suyo provocaría la muerte de al menos cinco o seis pasajeros, aunque este movimiento fuese ultrarápido. No podía moverse de la puerta pero tenía que detener al asesino que dirigía a los pasajeros hacia la muerte.
     “¡Usa los peinecillos, Antonia!” Oyó una voz en su interior. No era la voz de Paco. Era una voz calmada, paternal y confiada que escuchaba por primera vez. Por primera vez sintió que ella, y Paco, no estaban solos en el interior de la criatura, que alguien poderoso les acompañaba y les guiaba. No tenía tiempo para más reflexiones. De pronto, sin explicación alguna, supo lo que tenía que hacer.
     El Penumbra intentaba en vano alejarse de la puerta de la cabina, luchando con las fuerzas neumáticas que tiraban de él y, por qué no decirlo, con ese pedazo de cabeza que se le había puesto, le costaba lo suyo. La figura de la Ninja estaba cubierta de cuerpos que intentaban escabullirse hacia el vacío.
     Antonia López volvió a escuchar la extraña y acogedora voz: “¡Usa los peinecillos, Antonia!” cuando ya había puesto en movimiento su cabeza. Con un giro brusco, súbito, dio un golpe de cuello hacia la izquierda y doce peinecillos del material más duro jamás conocido por el Hombre salieron disparados en dirección a la macro cabeza de Johnny el Penumbra prendiéndose como ascuas del mismo Sol.
     Él vio con pavor cómo esos doce meteoritos se dirigían hacia su persona y sintió miedo, miedo absoluto. Su cara se deformó en una mueca de pánico cobarde y no tuvo tiempo para más. El impacto hizo reventar ese apéndice mórbido en que se había convertido su cabeza salpicando de ponzoña negruzca y fétida todas las paredes del avión. La mierda negra que había en su cerebro, por fin, quedó untada como mermelada de arándanos podrida sobre ventanillas, asientos, víctimas, azafatas y pilotos. Incluso la cara de la Ninja de los Peines recibió su buena cantidad de pringue sanguinolenta. Antonia dejó de ver. El cuerpo descabezado de Johnny cayó como un guiñapo en el dintel de la puerta y las personas que viajaban en el vuelo 7912 de Air Berlín pudieron volver a respirar.
     Un par de minúsculos parabrisas limpiaron las gafas de la figura de negro.
     “Ya sabía yo que el Seat Panda estaría en algún sitio” dijo la voz del Camboyano.
     Los pilotos fueron sacados de su encantamiento a base de babas rojinegras. El copiloto fue el primero en reaccionar, pasando una mano sobre las esferas de los indicadores del panel central. El piloto se agarró fuertemente a los mandos y movió el interruptor de comunicación.
     -A… Aquí vuelo 7912- balbuceó el piloto- Aquí vuelo 7912. Torre de control, pidiendo permiso para aterrizar.
     -Permiso concedido, ¡Me cago en la puta… ya era hora!

     En mitad de la pista de aterrizaje el avión de Air Berlin parecía un juguete roto: la puerta delantera arrancada de cuajo, las rampas inflables de evacuación desplegadas, decenas de vehículos de ambulancias, bomberos, mantenimiento y policía rodeándolo, como en una lujosa maqueta de Play Mobil.  
     Algunas personas habían subido a bordo e iban dejando caer los cuerpos casi sin vida por las rampas. Muchos operarios ayudaban a transportar a los heridos hacia las camillas que eran introducidas en las ambulancias para ser evacuadas hacia la ciudad. Los bomberos regaban los motores de espuma blanca, a falta de algo mejor que hacer. La policía sacaba esposados al personal de la compañía, lleno de mierda negra. Una de las camillas había sido apartada del proceso de transporte, junto a ella, De la Fuente cogía con fuerza la mano inerte de lo que quedaba de Gallardo.
     -¡Ánimo amigo, no te dejes vencer!
     El inspector, sumido en el más profundo dolor, parecía no oírle. Con la cabeza girada, miraba a ninguna parte, los ojos hundidos, las mejillas resecas, con el gesto de un espectro del más allá. El comisario le tocaba el hombro, le hablaba, en un vano intento por captar su atención.
     De entre el operativo, detrás del aparato, salió una mujer mal vestida. Pasando absolutamente desapercibida se dirigió a la camilla de Gallardo. De la Fuente miró sorprendido a la joven con ropa de anciana pero no tuvo tiempo de interpelarla cuando ya ésta había cogido la cara del inspector y le obligaba a mirarla  con fuerza. Una minúscula llamarada iluminó sus ojos.
     -Escúchame. Te vas a poner bien, ¿de acuerdo? Te vas a poner bien.
     El rostro del inspector dibujó una leve sonrisa que borró un instante la mueca de dolor. Su mirada recuperó un poco de vida.
     -¿Quién eres?- dijo en un hilo de voz.
     Pero Antonia no contestó. Dejó al inspector, saludó con una sonrisa de confianza al comisario, y caminó perdiéndose entre el bullicio del rescate.

FIN


Próximamente un nuevo relato de La Ninja de los Peines.
Recuerda este sitio.


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