13: On the air




     La cara abotargada del Doctor Moya asomó por el ventanuco que separaba la cabina del conductor de la parte trasera de la ambulancia.
     -¿Por qué coño habéis encendido las sirenas, es que os jode que pueda dormir?
     -Hemos recibido un aviso urgente doctor, a todas las ambulancias cercanas al aeropuerto, necesitan refuerzos, y éste- Manolo señaló a Ramón- está en plan Boy Scout… ¿qué quiere que le diga?
     -A mí lo que diga Ramón me suda lo que tú ya sabes. Así que pasa de él y vámonos para casita, que ya terminó nuestro turno.
     -Si hombre, como usted no tiene que aguantar a este capullo.
     Ramón se volvió hacia el médico quitándose los auriculares.
     -Tenemos que ir, es una llamada de emergencia, tenemos que atenderla.
    Vicente Moya miró absolutamente sorprendido al camillero mientras intentaba encontrar en su somnolienta cabeza algo que decirle.
     -¿A ti te ha pasado algo con alguna tía? ¿Algo chungo, quiero decir?
     -Este tiene menos problemas con las tías que los monjes de Silos.
     -Pero bueno. ¿¡En qué clase de ambulancia estoy metido!?- Gritó Ramón, lo que le llevó a tener que escuchar sus propias palabras- Perdón. Ya sé en qué clase de ambulancia voy.- Miró a su compañero con ira- Quiero decir que podríais tener un poquito de profesionalidad, sólo un poquito.
     Las palabras de Ramón sólo causaban estupor en el doctor Moya que se volvió hacia el conductor de la ambulancia ignorando al camillero.
     -Manolo, amigo, debéis de dejar de fumar lo que sea que fuméis, éste está muy mal.
     -¡A mí me lo va a decir…! ¡Si se lleva escuchando todo el día a Sergio Dalma!
     -¡Pero Ramón! Ese es el primer síntoma de algo muy grave. Cuando libremos te pasas por mi consulta.
     -Paso de ir a su consulta, doctor, ya sé lo que le pasa a quién va a su consulta.          -Ramón, por eso no te tienes que preocupar, el Doctor Moya es un caballero.
     -¡Si en su consulta solo hay una cama!
     -Camilla, es una camilla.
     -Bueno, bueno. Dejad de pelearos pandilla de cretinos. Está bien, nos pasamos por el aeropuerto y pillamos al primer herido que haya y nos lo llevamos.
     Y cerró el ventanuco de un portazo.
     -Desde luego Ramón, fue apuntarte a ese grupo de especialistas en  emergencias y volverte idiota.
     Ramón ya se había vuelto a poner los cascos y parecía no escuchar a su compañero.
     Mientras tanto, en la azotea de la terminal, otra mente privilegiada se debatía en un mar de dudas. El soldado tenía un auténtico conflicto: vigilar dos objetivos a la vez. Eso para un varón es siempre difícil si exceptuamos a los estrábicos, pero para un soldado era una tarea hercúlea. ¿Cuántos segundos debía mirar a la figura tendida de la escalera y cuántos a las pistas? Además, los aviones habían empezado a moverse y las pistas se habían vuelto un “objetivo inestable”. Y para colmo el sargento les había dicho que esperasen órdenes, pero no las daba. Tres cosas, no dos, tres.
     La cabeza del soldado estaba al cien por cien, lo cual no era mucho en valores absolutos. Es lo que tienen los soldados y los porteros de discoteca: son fuertes y sencillos.
     ¿Y cómo afronta un portero de discoteca un conflicto? Pues imagínense cómo lo afronta un soldado.
     Con el propósito de finiquitar, que es una de las especialidades de un soldado, el francotirador se inclinó sobre el borde del tejado de la terminal y encañonó a la extraña mujer tendida en las escaleras de incendios, apuntándole con su rifle.
     La Ninja se hallaba expuesta en toda su longitud frente al teleobjetivo del militar que, sin perderla de vista, retiró la mirilla telescópica y apuntó a la pierna derecha. No había ningún problema para acertar porque apenas les separaban dos pares de metros. Un disparo certero y se aseguraría la inmovilidad de uno de los objetivos. Simple y efectivo, como debía ser un buen soldado.
     Justo cuando iba a apretar el gatillo apareció otra persona que se interponía entre la bala y su destinataria.
     -¡Alto ahí! ¡Aléjese del cuerpo!- El soldado se puso rígido, apuntando alternativamente al espontáneo y a la figura tendida.
     El comisario De la Fuente miró hacia arriba y levantó con desgana la placa a la que llevaba aferrado toda la mañana.
     -Soy comisario de policía, soldado. – Dijo con tono monótono y tranquilizador -¿Le ha disparado usted?
     -Negativo. La mujer se cayó sola.- El soldado parecía hablar para todo el aeropuerto, dado el volumen que utilizaba.
     -Bien, continúe con su misión, nos encargaremos nosotros.- La paciencia de De la Fuente no conocía límites.
     -A sus órdenes. – Dijo el soldado reculando sin dejar de encañonar al comisario hasta que lo perdió de vista, en ese momento giró repentinamente hacia su objetivo principal y se arrodilló para apostarse en su sitio. En cierto modo, pensó, era una forma aceptable de eliminar el conflicto, aunque no tan… profesional. Se juró que la próxima vez tomaría las decisiones con más rapidez con un evidente propósito de superación. El soldado se sentía satisfecho, era un buen soldado. Colocó el teleobjetivo de nuevo y empezó a fijar posibles objetivos a  través de las ventanillas de los aviones, esperando las órdenes de su sargento.
     De la Fuente meneó la cabeza suspirando y volvió a inclinarse sobre la figura negra de la escalera.
     -¿Me oye, oiga, me oye?
     Tomó su muñeca e intentó controlarle el pulso. El brazo pesaba como si fuese de plomo y estaba caliente, muy caliente. Quemaba. Tuvo que soltarlo. Es como si hubiese tocado una cacerola puesta al fuego.
     -¡Dios Santo! ¿Qué coño eres?
     La puerta de la escalera se volvió a abrir, una de los operadoras de la sala de control miró con aprensión el cuerpo caído y se dirigió tartamudeando al policía.
     -Es… están intentando localizar una ambulancia, ahora mismo todas las del aeropuerto están en las pistas y tienen que quedarse ahí… ¿está muerta?
     -Creo que sí, o no, no sé. Está bien, vaya adentro, yo me quedaré aquí vigilando.
     La puerta se volvió a cerrar. De la Fuente se quedó mirando el cuerpo, intentando comprender la naturaleza de aquella criatura que, como un ángel, les había ayudado a evitar una tragedia pero ahora estaba allí, caída, muerta. Nuevamente sintió esa sensación frustrante que sienten los policías, o los médicos, o los profesores, cuando ven que no pueden arreglarlo todo.
     En el interior del edificio, el jaleo de la terminal se había esfumado casi por arte de magia, las fuerzas de seguridad empezaron a retirarse hasta sus posiciones habituales, algunos volvían al destacamento o salían hacia los coches que había aparcados en la calle. Entre este barajar de pitufos, La Peligro intentaba encontrar la forma de escabullirse cuando un par de puertas de cristal se abrieron al exterior obsequiosas.
     “Mira, que le den por culo. Por ahora me estoy librando pero como estos tíos me pillen me va a caer un paquete…”. Y dicho y hecho, en un “ágil” y “sensual” giro de cadera puso un pie en la calle, y luego el otro. Empezó a caminar buscando un taxi sin querer llamar la atención. Los taxis habían sido trasladados al final de la terminal por el establecimiento del cordón de seguridad.
     “¿Dónde carajo estarán los mamones estos?”
      Al final de la fachada una fila de taxistas apeados de sus vehículos miraban intrigados el operativo. La Peligro respiró tranquila, un par de pasos y estaría largándose para su casa. Una ambulancia le adelantó con la sirena puesta.
     -Atención central.- Hablaba Manolo por la radio de la ambulancia- Ya hemos llegado al Aeropuerto, ambulancia EA-76 medicalizada con soporte avanzado está en el lugar del incidente. Esperando indicaciones.
     -“Atención EA-76 diríjase al final del edificio de la terminal, entrada de servicios. Pregunte en la garita de entrada”
     Colgando el micrófono de la radio en su soporte Manolo se quedó mirando la figura sinuosa y paquidérmica de La Peligro por el retrovisor.
     -Joder macho, si algún día tiene que perseguirme un poli que sea ese. ¡La Mare de Deu, que cantidad de kilos!
     -¡Eh…!- gritó Ramón - ¡Que te pasas…!
     La ambulancia pegó un frenazo y un golpe sordo sonó en la parte de atrás.
     - ¡Me cago en tu padre Manolo, que me vas a matar!
     -Perdón, perdón- Con cierta pericia, rectificó su trayectoria para detenerse frente a la barrera de control de la entrada de servicio donde los guardias de seguridad habían sido sustituidos por un par de policías.
     -¿Vienen por el herido?
     -Si, tendrán que indicarnos.
     -No se preocupe. Pero van a necesitar ayuda, porque está en un lugar donde no puede subir una camilla.
     “Yo no estoy… yo no estoy”- pensaba en la parte de atrás el doctor Moya doliéndose aún del coscorrón.
     “Menos mal, me da vergüenza que nos vean con la carretilla de Cruzcampo”- pensó Ramón.
     -¿No podremos nosotros dos?- dio Manolo.
     -Tiene que cargar uno solo, dos a la vez no caben. ¿Usted podría?
     Manolo se miró, con su enorme barriga dura y redonda y luego miró al escuchimizado de su romántico compañero. En el doctor ni pensó, todo un doctor, por favor.
     -¿No podría ayudarnos alguno de ustedes?
     -¿Nosotros? Imposible, no podemos abandonar este puesto. Espere- se volvió a su compañero y dijo en voz baja- ¿Ese no es el capitán gordo de antes? ¡Coño, si se va en taxi…!
     -¡Capitán…Capitán!
     La Peligro, que negociaba con un taxista para que la sacase inmediatamente de aquél embolao, miró y se arrepintió de inmediato.
     -¿Es a mí?
     -Si, Capitán, si no le importa, podría sustituirme aquí mientras acompaño a estos señores a recoger a un herido.
     La Peligro miró a los de la ambulancia, miró al taxista y miró cómo decenas de policías la rodeaban y pensó con rapidez felina, bueno, pesó con rapidez, dejémoslo ahí.
     -No se preocupe, iré yo misma… ejem, yo mismo a ayudarles y aprovecharé para volver con ellos a la ciudad, ¿no les importa?- dijo mirando a los de la ambulancia.
     -Por supuesto que no, capitán.
     El taxista se cagó en los muertos de las ambulancias, la policía, los heridos y en general de todo el mundo. Taxista se hace, no se nace, que conste.
     -Cualquier ocasión es buena para ahorrarle dinero al Estado, no creen.- dijo con cierta coquetería mientras se subía por la parte de atrás. Moya sujetaba el portón apartándose para que pudiese entrar. La ambulancia crujió como si le hubiesen cargado ciento cincuenta sacos de cemento. Cuando la puerta se cerró la ambulancia empezó a moverse lentamente, acompañada por uno de los agentes que iba indicándoles el camino. A los pocos metros se volvió, dejando al vehículo bien orientado.
     -Pues yo creo que el capitán, él sólo, no cabe por la escalera de incendios.
     -Tú no pienses. A lo tonto nos hemos quitado el muerto de encima.
     -¿Era herido o muerto?
     -Da igual, seguro que pesa un huevo.
     En la parte trasera, Vicente Moya y La Peligro se miraban con desconfianza agarrándose a los asideros interiores para no caerse mientras la ambulancia maniobraba por los terrenos del aeropuerto. Por fin el vehículo paró al pié de la escalera de incendios. Una cabeza medio calva asomó en el tercer piso.
     -¡Menos mal!- dijo el comisario-¡Eh, es aquí arriba, rápido!
     -Bien, acabemos con esta tontería - dijo Moya saliendo- Subamos primero a ver qué tenemos ahí y qué podemos hacer.- Vicente Moya, cuando se ponía profesional se ponía.
     Los cuatro empezaron a subir por la escalera mientras el comisario se asomaba para observarles. Los pasos del “capitán” hacían estremecer la estructura metálica. Los sanitarios no tardaron mucho en llegar arriba, pero a La Peligro le tomó un poco más de tiempo.     -¿Qué tenemos aquí?- dijo Moya.
     -Pues si le digo la verdad, no tengo ni idea. – De la Fuente miró al capitán que acababa de incorporarse al grupo jadeando como una morsa en un peñasco.
     “Ese tipo no es policía.” Pensó De la Fuente. “Le falta… hombría. Hasta la mujeres policía tienen hombría.” Pero daba igual, después de tantas horas y tanto follón ya no estaba seguro de nada. – Capitán.
     La Peligro reprimió un intento de saludo militar e inclinó la cabeza. El médico hizo ademán de acercarse al cuerpo caído.
     -Tenga cuidado. Está muy caliente.
     Moya toco un segundo y retiró la mano. Volvió a repetir el movimiento, tocando un poco más tiempo. Volvió a retirar la mano.
     -Si que está caliente.- se levantó pensativo.- Que cosa más extraña: puede estar a sesenta o setenta grados, o sea que tiene que tener el cerebro cocido.- se alejó del cuerpo.
     -Muerta está, de eso no hay duda, la temperatura y ese color cárdeno de la piel, es la cosa más rara que he visto en mi vida.
     La Peligro miró la figura tendida y se estremeció al reconocerla. Era la figura borrosa que había visto en “Las Tardes con Nuria”, no cabía duda: el cerco se estrechaba. De pronto se le fue la cabeza: se veía allí, en la tele, contando su experiencia… y cobrando una pasta gansa. Se entusiasmó.
     -Desde luego, tiene más mala cara que el Fari cagando.
     El comisario obvió el comentario de oficial y volvió a recordar su jubilación. ¡Qué ganas!

     El avión había empezado a moverse y las azafatas, alemanas de piernas retorcidas como sarmientos y grandes narices, empezaron a gesticular con el salvavidas, las mascarillas, las manos para acá y para allá. Una monótona voz en castellano daba las consabidas instrucciones de qué hacer en caso de accidente en el mar. Curioso porque el vuelo a Frankfurt no pasaba ni siquiera por un laguillo de mala muerte, por lo que el salvavidas sólo serviría, en caso de siniestro, para evitar que los pasajeros se desparramaran demasiado. Ya se sabe que los alemanes piensan en todo.
     Gallardo contemplaba ausente la ceremonia del “no va a pasar nada pero por si acaso” sin perder de vista el comportamiento de pasaje.
     Cuando las azafatas hubieron terminado retiraron sus juguetes de plástico y empezaron a replegarse hacia el extremo delantero del pasillo. Gallardo observaba la escena sin que nada captara su atención hasta que una de las chicas se acercó a un pasajero de la primera fila y comenzó a hablar con él en un tono excesivamente íntimo.
     Las risas y los gestos empezaron a extenderse a las otras azafatas que se colocaron alrededor de la primera fila. Pasajeros de las filas inmediatas empezaron a levantarse y a escuchar divertidos lo que fuera que se estuviera contando. Las risas se fueron tornando en carcajadas. A Gallardo empezó a incomodarle tanto relajo en el estricto protocolo de un avión que estaba a punto de despegar. Se desenganchó el cinturón y se levantó tocando su pistola neumática. El grupo de gente se iba agrandando impidiéndole ver al individuo causante de tanto regocijo. El avión detuvo su movimiento.
     Gallardo bajó su cabeza para ver por la ventanilla lo que parecía ser el inicio de la pista de despegue y cuando volvió a mirar hacia adelante contempló asustado cómo podía verse por encima de las cabezas de los pasajeros la puerta de la cabina entreabierta. Sin pensárselo pegó cuatro zancadas y se metió dentro del grupo de gente. Los pasajeros lo miraban sorprendidos, como si fuese un extraño que quisiera pasar a ocupar un lugar preferente.
     -¡Eh amigo!- dijo un muchacho con pinta de bróker- ¡No se cuele, que los demás estábamos antes!
     Gallardo no entendía qué puñetas estaba pasando pero veía cómo los pasajeros, normalmente tensos en esa tesitura, se comportaban como clientes de una cervecería en plena noche de agosto. Risas, comentarios, y… la puerta de la cabina abierta. Empujó sin consideración a la gente, pisando pies y echando a algunos pasajeros contra los asientos vacíos. En el ajetreo un compartimento de equipajes se abrió dejando caer sobre la cabeza de una señora una prieta y pesada maleta.
     -¡Ay!- dijo la señora.
     Todos rieron, como si estuviesen viendo un programa de caídas y tortas, como si no fuera con ellos. El sonido de los motores subió de volumen, de repente, un fuerte tirón arrojó a  todos al suelo. El avión se había puesto en movimiento de improviso iniciando una acelerada carrera por la pista. A Gallardo le cayó la señora, la maleta y un par de tipos más encima. Las carcajadas le aturdían. Mas gente se incorporaba al grupo, de pié a pesar de el evidente despegue.
     El inspector, con mucha dificultad, logró agarrarse al brazo de una de las butacas y empleando una fuerza que nunca creyó tener se puso de pié zafándose de los cuerpos que se retorcían torpemente doblados de risa.  
     -¡Policía! ¡Despejen el camino!
     El teléfono le empezó a sonar en el bolsillo. Imaginaba la cara que estarían poniendo en la torre de control. Los pasajeros continuaron riendo y pasaban de hacerle caso, como si en realidad fuese una payasada más.

     Los soldados apostados alrededor de las pistas apuntaban a la cabina del avión esperando la orden de disparar, tensos, nerviosos, los dedos sobre los gatillos, la mirada clavada en la cruz dibujada sobre la cabeza de piloto y copiloto, cada uno desde un punto de vista. El avión continuaba acelerando, los flaps se desplegaron. El sargento hablaba a gritos con la torre de control dispuesto a dar la orden que causaría, ya si, un centenar de cadáveres diseminados por los alrededores del aeropuerto. En la torre de control los gritos iban dirigidos hacia la cabina del vuelo 7912 de Air Berlín. El avión seguía incrementando su velocidad consumiendo la pista rápidamente. Quedaban segundos para que todo acabase.
     Ajenos al fatal destino que se avecinaba, en la escalera metálica, tres sanitarios, un comisario y un travelo vestido de azul conjeturaban sobre la naturaleza de la criatura que yacía a sus pies.
     El cuerpo se movió ligeramente.
     -¡Se ha movido!
     -Es imposible, Manolo, ésta está más tiesa que Santa Frígida.
     El cuerpo giró sobre sí mismo, emitiendo un gemido gutural. Los cinco se apartaron asustados aunque el comisario respiró aliviado. La Ninja abrió los ojos y... Desapareció. Sin dejar rastro.
     -¡¿Qué puñetas?!
     -¡Dios mío!
     -¡Uy Coño…!- dijo La Peligro olvidando su voz de “machote”- ¿Dónde se ha metío la bicha esta?
     A la vuelta de la esquina, la Ninja respiraba entrecortadamente, el pulso volvía poco a poco y la percepción del entorno se iba clarificando.
     -¡Joder… casi no lo cuento!- susurró, mientras se tocaba para comprobar que no había sufrido ningún daño. El rugido de los motores del avión le hizo levantar la mirada hacia las pistas. Con la vista aún muy desenfocada pudo no obstante ver como el aparato empezaba a levantar el morro-“Mierda, Ninja… te tengo que pedir un esfuerzo… no me hagas lo de antes por lo que más quieras” y el tiempo se detuvo.

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La Ninja de los Peines: El desenlace.

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