SEGUNDA PARTE
Gallardo
contempló cómo de pronto, al salir de la escalera, una inmensa masa de gente se
les echaba encima. No tuvo tiempo para detener a De la Fuente. Los dos se
quedaron clavados como pasmarotes sabiendo que iban a ser aplastados de forma
irremisible.
Dicen
que, cuando vas a morir, toda tu vida pasa por delante de tus ojos, claro que
eso podría será si tienes tiempo, los policías no lo tenían. El rugido de la
masa aturdía sus sentidos, pudieron ver algunas miradas de ira, algunas de
sorpresa, alguien quizá pensara que había que detenerse, pero la suerte estaba
echada, la masa, como un solo bloque de carne, no tenía voluntad ni posibilidad
de maniobra. Gallardo cerró los ojos.
El
rugido cesó de golpe. ¿Silencio?
No, se oía algo, a lo lejos: gritos, empujones, golpes. Pero lejos. Más cerca
se escuchaba cantar algunos pájaros, sus respiraciones entrecortadas, y otra
respiración, más pausada. Gallardo abrió los ojos.
Una
figura imponente, negra, alta, musculosa y con dos buenas tetas los contemplaba
sin moverse.
-¿Están
bien?
-¡Um…!
¿Qué ha pasado?
El
comisario se agarró a Gallardo y observó a la estupenda mujer oscura.
-Nada.
No suban, hay jaleo.
La
Ninja de los Peines encogió ligeramente las piernas y pegó un salto imponente girando
su cuerpo para quedar suspendida del techo como una gigantesca mosca humanoide.
Volvió la cabeza para echar un último vistazo a la pareja de policías que aún
no salía de su asombro. Más al exterior un miembro de los cuerpos especiales
miraba hacia las pistas sin haber oído aun nada que llamara su atención. La
figura femenina comenzó a gatear al revés, bajo el techo, en dirección a la
escalera.
-¡Espera!-
gritó el inspector.
La
chica se detuvo justo a punto de abandonar el alero de la terminal.
-Llévanos
al centro de control.
-No.-
dijo una voz gutural, casi inhumana- Podéis ir por vuestro propio pié, por las
pistas.
El
soldado se giró rápidamente al oír la extraña voz cavernosa. En un par de
movimientos se parapetó detrás de un remolque abandonado. Encañonó al comisario
y, a través de la mirilla comprobó que no era el objetivo. Movió el rifle para
encañonar al inspector y comprobó igualmente que no era el objetivo. El
inspector miraba hacia el alero. Movió el objetivo en esa dirección.
-Necesitamos
que nos… teletransportes- decía el inspector-, o lo que sea que has hecho ahora
mismo. Es preciso controlar esto inmediatamente o el que buscamos se nos escapará
entre el tumulto o algo mucho peor.
En el
alero no había nadie. El soldado apartó la mirilla para observar todo el campo
de visión. Allí no había nadie. Se levantó. Nadie.
-Sargento,
aquí dos siete, aquí dos siete. ¿Me escucha?
-Si dos
siete. ¿Qué le ocurre?
-Ha
habido un extraño movimiento a mis espaldas. Dos individuos identificados. Un
tercero sin identificar. Les he perdido el rastro.
-Retranquee
su posición hasta la pared del terminal. Mantenga la guardia dos siete.
-Si
señor.
Gallardo
y De la Fuente quedaron solos, mirándose. Pero ya no estaban en las pistas de
aterrizaje, sino en un lugar oscuro lleno obstáculos. Sus ojos, adaptados a la
luz del día, no veían absolutamente nada.
-¿Qué
ha pasado, cojones, qué coño ha pasado?- De la Fuente gritaba nervioso.
-Tranquilo,
comisario, creo que esa cosa nos ha teletransportado, pero no tengo ni idea de
adonde.
Una
vibración y un resplandor salieron del bolsillo de la gabardina del inspector.
El teléfono sonaba levemente; en un movimiento mil veces ejecutado, Gallardo cogió el aparato
y miró la pantalla. -¡Mierda!- Se llevó el teléfono al oído.
-¿Si. Señoría?
En el
silencio, el comisario podía casi entender lo que el diminuto altavoz
reproducía. El inspector escuchaba en silencio. Su rostro, pegado a la pantalla
luminiscente parecía una línea recortada contra el fondo absolutamente negro de
la habitación.
-Entendido,
señoría, no se preocupe. Me pondré a disposición de la autoridad. Le pido mil
perdones.
Colgó,
pero dejó el móvil activado a modo de linterna improvisada. Lo movía de
izquierda a derecha. Estanterías, papeles, cajas, el comisario, más
estanterías. Al fondo, una puerta.
-¿Qué
te ha dicho Peral?
-Que he
intentado engañarle y que ha dado orden de detención contra mí. Que me entregue.
-¿Y qué
piensa hacer?
-Entregarme.
– Hizo una pausa mientras apartaba unas cajas con la mano libre.- A usted.
-¿A mí?
Se
acercaban empujando bultos hacia la salida.
-Bueno,
usted es el Comisario Jefe, quién mejor.
-¿Y qué
se supone que debo hacer yo?
Al
abrir la puerta, la luz artificial de un corredor les devolvió la confianza. Salieron
y miraron a un lado y a otro reconociendo el lugar: estaban a cuatro pasos de
la entrada del centro de control.
-Retenerme
y arreglar este desmadre que han liado los del CNI.
-Pues
venga, rápido, vayamos dentro.
-Oye,
Johnny, quería preguntarte una cosa.
Los
cuerpos del Penumbra y de la azafata estaban pegados uno al otro acorralados
por sendas filas de taquillas a ambos lados e iluminados por la luz natural de
una pared de cristal que daba a las pistas. Al tener casi la misma altura sus
rostros estaban muy próximos. Johnny se quitó la mascarilla y empezó a
olisquear como si estuviese disfrutando de un buen coñac.
-Dispara.
-¿Has
hecho algo malo?
Johnny le
quitó la mascarilla a la azafata. Con una maravillosa sonrisa le preguntó:
-¿Me
crees capaz de hacer algo malo?
-¡No…
yo no!- dijo la chica, olvidando sus dudas- Pero la policía ha repartido un
retrato tuyo y creo que todo este follón tiene que ver contigo.
“Mierda”
-Tienes
que haberte confundido, ¿no crees?- volvió a sonreír.
La
chica le contestó abrazándolo y besándolo con fruición, aprovechando que
ninguno de los dos tenía escapatoria. Las manos de Johnny recorrieron
aceleradamente el cuerpo de la azafata desnudándola de cintura para arriba, a
pesar de la tensión que había fuera, Johnny tenía ganas de “jugar”. Ella se
quitó la falda en un movimiento. Pasó rápidamente a desabrocharle la bragueta
al de Torreblanca, que excitado, ahora sí, besaba sin miramientos sus pechos.
-¡Ah! ¡Esto
es muy incómodo!- dijo separándose frustrado.
-No
Johnny… no pares, no por favor. Te daré lo que desees, pero por favor, no
pares.
“Me
darás lo que desee. Eso está claro”
El
Penumbra empezó a juguetear con el cabello de la azafata, le desprendió las
horquillas que lo mantenían recogido en un moño y lo soltó. Lo alisó y lo
extendió mientras ella se iba poniendo de rodillas lentamente, sin dejar de
besar el cuerpo de Johnny allá por donde quiera que pasaran sus labios.
Johnny le
agarró una mata de pelo con fuerza y tiró de su cabeza hacia atrás.
-¿Lo
que desee?
La
chica mostraba cierta incomodidad por la postura y porque el hombre no soltaba
su pelo, obligándola a mantener la cabeza en un giro imposible.
-Lo que
desees.
-¡Quiero
esto!- dijo volviendo a tirar del pelo. La chica gimió y empezó a respirar con
dificultad.
-Johnny, Johnny, me haces daño.
Los dos hombres de negro,
acompañados de un capitán de la policía observaban el bullicio contenido en la
entrada de la zona de embarque. Una veintena de policías se había concentrado
ahí y formaba con sus cuerpos y la ayuda de pivotes, bandejas y aparatos
atravesados en medio del paso una barrera humana. Los pasajeros les gritaban
desde cierta distancia, amagando con desobedecer la orden de no pasar.
-¿No
tienen equipamiento antidisturbios?- dijo uno de los de negro observando el
bloqueo desde lejos.
-No. Tenemos
equipamiento antiterrorista, anticontaminación, anti incendios, anti
prácticamente todo, pero los antidisturbios son un cuerpo especial. Hay que
avisarles para que vengan.
-¿Lo
han hecho ya?
-Nada
más oirse el primer grito. Pero habría que haberlos avisado por lo menos hace
una hora. Si esto continúa así, no llegarán a tiempo de evitar una catástrofe.
-¿Y
cómo no tenían esto previsto?
-¿Por
qué nos hemos enterado a la vez que ellos?
El
hombre de las gafas oscura entendió el reproche.
-¿Y qué
podríamos hacer para ayudaros?
-Desde
luego no hacer uso del montón de francotiradores que han traído. Mejor que se
queden fuera. Al fresco.
El
policía abandonó a los dos tipos de negro y corrió a ayudar a sus compañeros.
Uno de los hombres de negro se volvió hacia el otro.
-Joder
tío, qué forma de cagarla.
-Ya,
unos la cagan más que otros.
-¿Qué
quieres decir?
-Que te
opusiste rotundamente a que la policía colaborara en esto. Te quisiste poner
las medallas tu solito.
-Bueno
tú también estabas en el ajo.
-Y te
dije que no era buena idea. Que cuantas más cabezas mejor. Ahora, si rueda
alguna, serán las nuestras.
El
agente secreto no contestó. En su lugar, cogió el móvil y empezó a marcar.
-¿A
quién llamas ahora?
-Al
helipuerto. Vamos a utilizar los helicópteros para recoger a los
antidisturbios, cuanto antes lleguen menores serán los daños. Llama al capitán
para preguntarles dónde los recogemos.
Mientras
uno hablaba por teléfono, el otro agente corrió hacia el cordón de policías que
intentaba nombrar un interlocutor de entre los pasajeros para poder negociar
con la masa. Era difícil porque una vez que lograban apartar a uno para hablar,
salía otro detrás mucho más beligerante.
La
Peligro, como un obélix sarasa frete a los romanos, estaba en la primera fila.
Movía la cabeza de un lado para el otro sorprendida de lo mal que funcionaban
los policías. El capitán que se acercaba por detrás parecía desolado.
-¿Qué
piensa que podríamos hacer?- le dijo.
-Yo los
dejaba salir. A tomar por culo tol mundo.
-¿Y no
cree que con eso dejaríamos libre al tipo de la foto?
La
Peligro no contestó. La verdad es que en medio del follón era difícil pensar con
claridad.
Desde
detrás llegó la voz del agente del CNI.
-¡Capitán…
Capitán…!-
Entre
el jaleo y las mascarillas era imposible hacerse entender. Algunos agentes, en
plan Charles Bronson, se echaban la mano
al cinto para hacerse los duros pero afortunadamente otros les conminaban a mantenerse
tranquilos.
-¿Qué
quiere ahora?- se acercó.
-Localice
un helipuerto o un lugar amplio donde recoger a los antidisturbios allá por
donde quiera que se encuentren.
El
policía se alejó del tapón y se llevó al agente a la puerta de entrada donde un
nervioso y solitario policía impedía el paso en cualquier dirección.
-¿Un
helipuerto? ¿Se cree que esto es Chicago?
-Es lo
único que podemos hacer para ayudar.
-Está
bien. Vamos junto a su compañero… a ver qué podemos hacer.- Y comenzó a caminar
hablando por el walky – Atención, central, atención.
-“Aquí
central, cuarenta minutos para la llegada de los refuerzos, hay un atasco
monumental”.
-¿Por
dónde van ahora mismo?
Hubo
una pausa.
-“En
estos momentos se encuentra en la ronda de circunvalación a la altura de la salida
a la nacional”.
-¿Hay…?-
miró al agente secreto- ¿Hay un helipuerto por ahí cerca?
Otra
pausa.
-¿Un
qué?
-¡Venga
Montilla… me ha entendido perfectamente!
Otra
pausa. El capitán y el hombre de negro llegaron a la altura del otro agente.
-“El
antiguo hospital psiquiátrico, hemos hecho algunas prácticas… tiene un
aparcamiento muy grande, sin cables ni obstáculos…”
-¡Bien…
desvíe treinta hombres hacia allí, los vamos a recoger en helicóptero!
El otro
agente se puso el móvil en la cara.
-¿Ha
escuchado…? Antiguo hospital psiquiátrico.
El
agente miró irritado a sus compañeros.
-¿Qué
no sabe dónde está, cómo que no sabe dónde está? Pregúntele a los de la torre
de control, que le guíen, o ponga el GPS, ¡espabile!
El
capitán de la policía suspiró desesperado llevándose las manos a la cabeza.
La
Ninja de los Peines había dejado al inspector y al comisario en un almacén
junto a la puerta de la sala de control y, dando tumbos, salía por la puerta de
emergencia.
La
tarea de moverse a velocidad ultra rápida entre las pistas, en un extremo de la
terminal y la sala de control, justo en el contrario, cargando con De la Fuente
primero y luego con Gallardo le había llevado demasiado tiempo. Estaba al
límite de sus fuerzas.
La luz
natural en la escalera metálica de evacuación hirió sus pupilas haciéndola
retroceder hasta apoyarse en la pared. Tiritaba de frío y apenas podía
mantenerse en pié. Agarró la barandilla y comenzó a subir en dirección a la
azotea.
Respiraba
con dificultad y el poco aire que tomaba le quemaba los pulmones. La falta de
coordinación era evidente. La criatura tropezó y cayó de rodillas.
“Animo
Ninja, no me falles”
Con
visible esfuerzo agarró con las manos un tubo que sobresalía en la pared y volvió
a ponerse de pié.
Antonia,
ella misma, no estaba afectada, pero el cuerpo de la Ninja de los Peines
parecía no responder. Notaba cómo las piernas y los brazos carecían de fuerza,
como el corazón, siempre rotundo en su latir, apenas se oía. La imagen que
recibía de su mirada era borrosa, desenfocada. No parecía que aquello tuviera
arreglo, pero no podía dejar el cuerpo de la Ninja allí tirado. Subía
penosamente las escaleras mientras que algunas personas que permanecían paradas
en las pistas, o que ya hartas, se movían de un lado para el otro, contemplaban
la escena señalando aquella figura negra, maciza y poderosa que, sin
embargo, parecía subir herida de muerte.
-Mirad
allí, en la escalera.
-¡Ostias…!¡Es
un Ninja!¡Seguro que es al que estaban buscando! Parece mal herido.
-No es
un Ninja.- Contestó el listo del grupo.
-¿A no…
y qué te parece que es?
-Es UNA
Ninja… ¿no le ves las tetas?
-Es
verdad… pedazo de tetas, por cierto.
-¿Nos
acercamos?
-No… no
hace falta, mira a dónde va.
Mientras
la figura negra y agotada subía lenta pero continuamente las escaleras
metálicas que zigzagueaban por uno de los costados del edificio de la terminal,
los empleados del aeropuerto contemplaban cómo se acercaba a la azotea, donde
un súper soldado permanecía de rodillas con el rifle de precisión apoyado en la
cornisa. La Ninja se iba a topar de bruces con las Fuerzas Armadas, y ese tío
no tenía pinta de aguantar muchas tonterías.
Uno de
los trabajadores empezó a dar saltos y a mover los brazos.
-¡Eh…!¡Eh…!
-¿Se
puede saber qué puñetas haces?
-Avisarle,
para que no le coja desprevenido.
-O a
visar a la Ninja.
-Ostias,
es verdad.
El
sonido de los helicópteros despegando distrajo el tiempo suficiente al soldado que
no giró la cabeza, ignorando el imprudente aviso del trabajador.
La
Ninja, casi al final del penúltimo tramo, oyó los gritos, pero no fue capaz de
enfocar la vista hacia los borrones de color amarillo y azul que se movían a lo
lejos. Trastabilló y cayó de bruces contra los duros escalones de metal. El
cuerpo se quedó quieto.
“Ninja…
¡Ninja!... ¡No me hagas esto por Dios! “, Antonia sintió como la oscuridad la
rodeaba, como el sonido exterior se perdía, la sensación de frío de la escalera
desaparecía. En un intento desesperado quiso recuperar su forma de Antonia
López pero no había nada que hacer. Había perdido toda comunicación con la
criatura.
El
cuerpo inerte de la Ninja yacía a todo lo largo sobre el último tramo de
escalera. Su caída había hecho un ruido considerable y había alertado al
soldado de la azotea. La punta de su rifle apareció lentamente por encima de la
cornisa, luego el cañón, la mano izquierda sujetándolo, luego la cabeza
acorazada.
-Sargento, aquí tres cinco, aquí
tres cinco, ¿me escucha?- se movía nervioso, sin dejar de apuntar a la Ninja de
los Peines.
-Si
tres cinco, ¿qué le ocurre?
-Una
civil vestida de forma extraña ha caído al lado del punto M3. Creo que está
muerta o mal herida.
-Intentaré
mandar a alguien, no la pierda de vista, pero no olvide su objetivo. Si le
supone la más mínima dificultad no dude en usar sus armas para neutralizarla.
-A sus
órdenes, señor.
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