7. Mistic River


Pasadas dos horas de la media noche apenas se rozaban los tres grados, lo que para una ciudad meridional atrapada en un valle fluvial era muy poca temperatura.
La humedad en los jardines en torno al río era todavía más intensa haciendo que el frío se metiese entre las rendijas de los chalecos fluorescentes de Manolo y Ramón.
-Vamos a ver, Manolo. ¿Tú crees que es normal que estemos escondidos en mitad del parque con una camilla ocupada por un anciano moribundo mientras Moya se tira a su acompañante en la ambulancia?- y para enfatizar lo absurdo de la situación, el bulto de la camilla tosió débilmente.
Los dos camilleros estaban sentados en un tronco cortado del parque, yertos de frío, con la camilla del anciano a modo de barrera corta vientos.
Manolo reprimió un estornudo.
-¡Shhh!- estornudó otra vez – El viejo está sedado, abrigado y entubado, o sea que está estupendamente, y no, normal muy normal no es, pero recuerda que Moya siempre nos echa un capote cuando nos hace falta.
-Ya pero esto es el colmo, y encima estamos rodeados, porque ahí detrás hay más pasma que en la boda del príncipe. Me tienes que reconocer que este Moya los tiene cuadrados.
Manolo miró su reloj sin contestar. Moya no solía tardar demasiado, y ya llevaba veinte minutos dale que te pego en la furgoneta.
La que lo tenía que tener cuadrado era la otra, una ecuatoriana de no más de uno sesenta de altura que acompañaba al anciano hasta el hospital y que había mostrado sus ganas de merengue desde que Moya le miró con esos ojitos de “ven pacá que te pillo”.
Un recrujir de hojas pisadas detrás de ellos les hizo agacharse aún más. Alguien se acercaba. No era la policía porque llevarían linternas, pensó Ramón, pero a las dos de la mañana nadie en su sano juicio se da vueltas por un parque absolutamente desierto. Bueno, ellos estaban allí, pero no estaban en su sano juicio. Evidentemente.
El que se venía acercando murmuraba algo entre dientes, mientras se tambaleaba luchando contra las tenaces ramas de los arbustos que le impedían el paso.
-Manolo, ¿quién coño es ese?
-No sé, pero será mejor que lo pares, no sea que vea al viejo y la caguemos bien cagada.
Ramón, con cara de fastidio, hizo un esfuerzo y se levantó del tronco, acercándose al lugar desde donde procedían los ruidos y murmullos.
-Ha sido Johnny, ha sido Johnny- murmuraba la figura que, perdida y sin control, intentaba cruzar una red de ramas imposibles.
-¡Eh...!- gritó Ramón -¿Qué pasa ahí?
No hubo respuesta. La figura continuó luchando para pasar. Ramón tuvo que dar un rodeo para ponerse a su altura. Era un tipo joven, de entorno a los treinta años, pinta de pijo, “costeado”, como diría Manolo.
-¡Eh, tío!- dijo Ramón manteniendo cierta distancia. -¿Qué te pasa, te has pasado con las pastis o qué?
El chico ni se volvió, continuando con su lucha selvática y su letanía dolorosa: “Ha sido Johnny, ha sido Johnny”.
Ramón cogió por un hombro al chico y le obligó a darse la vuelta, tenía la mirada triste y perdida, la cara desencajada y los dientes castañeando de frío.
-¡Chaval...! - le cogió la cara con cuidado para verle mejor: el chico no enfocaba la vista, tenía un buen cuelgue, según criterio experto del camillero -Ven, estás muy pedo... ven chaval.
Cogió al chico y lo condujo hasta el tocón del árbol donde Manolo lo esperaba atónito.
-¿Pero a dónde vas con este tío, joder, Ramón, que la vamos a liar?
-No sé, pero está muy mal. Llevémosle al hospital.
-Si hombre, si le parece al señor, vamos recogiendo borrachos de aquí a García Morato.
-Este tío no está borracho, al menos no sólo está borracho, no podemos dejarle aquí, somos personal sanitario.
El sonido del móvil interrumpió la discusión. Manolo miró extrañado a su compañero, “personal sanitario”, hacía tiempo que no escuchaba esa definición. El del teléfono era Moya. Ya había terminado.
-Bueeeno, venga, vámonos para la ambulancia.
Manolo y Ramón desatascaron la camilla hundida en el humus del parque y la pusieron sobre el camino de albero. El chico se movía nerviosamente, buscando una salida imaginaria. Ramón lo cogió por un codo y le habló pausadamente.
-Vamos, ven con nosotros, te llevaremos a un sitio seguro.
El chico obedeció medio atontado, sin parar de murmurar su cantinela. La ambulancia se veía al fondo, entre árboles, con las luces apagadas, apenas un resplandor amarillento en las ventanas de atrás. Una figura permanecía de pié junto a la portón trasero.
-Venga.... daros prisa... que llegamos tarde.
-Ahora tiene prisa el señor... joder con el Moya de los cojones, a ver cuando se cansa.
Muy cerca de allí, junto al río, el inspector Gallardo se movía a grandes zancadas entre los cadáveres que iban sacando a la orilla desde los remolcadores.
El comisario De la Fuente le seguía apesadumbrado, intentando reconocer algún rostro entre las figuras que yacían inertes en el suelo.
Desde la orilla, los barcos habían formado una mórbida almadraba que pescaba uno a uno los cuerpos que aún flotaban bajo los potentes focos de las embarcaciones. Los gritos eran escasos, los justos para poder coordinarse, el silencio era la tónica general.
Sonseca se afanaba en dar instrucciones a los atónitos agentes y sanitarios que formaban el grupo de catalogación de objetos.
-Los móviles, muy importante, los vais dejando en estas bolsas de plástico, junto con la documentación y la ficha del número de cadáver. Luego metéis los cadáveres cada uno en un saco. No quiero a nadie sin guantes ni mascarilla. Es importante identificar cada cadáver con su bolsa de enseres, no olvidéis el móvil, puede contener información importante para la investigación.
Aunque la temperatura proporcionaba un buen ambiente para la conservación de los cuerpos, estos ya presentaban un aspecto desolador: pellejudos, con los ojos hundidos en las cuencas, los labios resecos y una mueca de dolor desconsolado en sus rostros. El panorama era tela de chungo.
-¡Joder!- No paraba de decir Castillo moviendo la mirada de izquierda a derecha. -¡Joder!
Los pensamientos de unos y otros orbitaban en torno a la misma idea: “¿¡Qué cabrón habrá hecho esto!?” Pero cada uno lo hacía desde la suya propia. Mientras Gallardo intentaba encontrar una pista, De la Fuente se preguntaba si su hijo sería uno de ellos. Castillo, a más distancia, se preguntaba cómo puñetas podía pedir el traslado a la Sierra de Huelva, para quitarse de todo aquello.
-¿De cuántos efectivos disponemos?
-Actualmente tenemos desplazados aquí el cien por cien de los recursos disponibles, quitando el personal que está de guardia en la comisarías, los que están de baja, los que están de asuntos propios, los de vacaciones, los que no hemos podido localizar, los que vienen de camino y algún que otro perdido.
-¿De cuántos hablamos?
-Somos unos ciento cincuenta.
-Necesitamos organizar a la tropa, ¿se está encargando alguien?
-Si, Sonseca lleva el registro de cuerpos y Castillo- Castillo hizo un leve gesto de reconocimiento- se encarga del perímetro, como en Torreblanca.
-A propósito de Torreblanca… ¿Dónde están los dos… Suárez y Sánchez?
-Están en la comisaría de la Alameda, junto con el personal de guardia. No los he querido traer.
-Mejor. Veo mucho Rolex y dinero que podrían ser muy tentadores.
De la Fuente asintió distraído.
-¿Ocurre algo comisario?
-Mi hijo Pablo podría ser uno de esos- señaló con timidez a las filas de cadáveres.
-Vaya por Dios- dijo realmente afectado, luego añadió recomponiendo el rictus- Pues lo siento comisario, pero usted no debe estar aquí. Váyase a la comisaría y mantenga estrecho contacto conmigo, le mantendré puntualmente informado. Castillo, pídale los datos de Pablo al comisario y facilíteselos a Sonseca para que se asegure de que el chico no está implicado.
El comisario miró desolado al inspector pero inmediatamente comprendió su buena intención y empezó a hablar con Castillo. El inspector se alejó, comprobando que la manipulación de los cuerpos se hacía de forma correcta.
Cuando abandonaba en su coche la escena de la tragedia se cruzó con una ambulancia que salía de entre los árboles del parque. La preocupación que le atenazaba no le permitió percatarse del extraño suceso. Por eso no sabía aún que su hijo Pablo estaba sano y salvo, o por lo menos estaba vivo.
Mientras tanto en la comisaría de la Alameda, los pocos que aún permanecían en ella se afanaban por transmitir los datos de las personas identificadas por las huellas dactilares de la criatura.
Suárez y Sánchez se movían como fantasmas entre las mesas, intentando pasar desapercibidos para que no les asignaran ninguna tarea. Unos profesionales como la copa de un pino.
-¿Ha mandado las fotos a todas las comisarías?- dijo la sargento Rubio.
-Estamos haciéndolo, mi sargento.
La sargento Rubio asintió preocupada. No era muy alegre normalmente, pero ahora se le notaba el peso de la responsabilidad. Rubio era una policía ancha y fuerte, de facciones duras y con la porra más grande de la agrupación, como solían bromear sus compañeros. Ella no se reía, pero le gustaba tenerla grande.
-Un momento... imprime las fotos.
Rubio se acercó a la impresora y tiró del papel sin esperar a que terminara de salir. Le dio la vuelta y empezó a mirar el rostro de Antonia López preguntándose dónde la había visto antes.
-¿No te suena esta mujer? Si, se que vive ahí enfrente, pero a mí me suena su cara de algo más cercano.
-¿Más cercano que ahí enfrente?- dijo el agente sin echar mucha cuenta a su superior.
-Más... como a medio metro.- De pronto, el rostro de la sargento se iluminó. Esquivando cables, mesas, sillas y cajas se acercó a la persiana que cubría la cristalera de la oficina, tiró de varias lamas hacia abajo y miró afuera.
-¡Mierda!
-¿Qué ocurre sargento?
-El bar está cerrado. Ya sé de qué les conocía: me suenan de verlos en la tabernucha esa de ahí.
El agente se encogió de hombros y continuó trabajando para enviar las fotos de Antonia y Paco a todas las comisarías de la región.
Rubio pasó la mirada por encima de las mesas, buscando algún agente al que encargar un trabajito, pero eran cuatro gatos. No podía quitar a nadie de su trabajo para atender una corazonada.
En un rincón descubrió a Suárez y Sánchez, haciendo como que trabajaban cuando todos sabían que estaban relevados del servicio y retenidos. Miró a uno y otro e hizo una selección sobre la marcha.
-Suárez, venga un momento.
El agente miró a su compañero, se levantó y se acercó a Rubio con aire sumiso.
-Dígame, sargento.
-¿Te acuerdas de ese bar de enfrente?- Le mostró el bar a través de la persiana.
-Sí, el Ok-Corral.
-¿Te acuerdas de ese tío gordo vestido de mujer que está siempre dentro?
-Claro, la Peligro, es muy conocida en el barrio, y en esta comisaría.
-¿Puedes localizarlo y traerlo?
-Se suele poner por detrás de Joaquín Costa, en la puerta de su casa.
-Tráelo que le vamos a hacer algunas preguntitas.
-¿Con qué escusa? Le detengo, le invito a venir, le engaño…
-Seguro que se te ocurrirá algo.- Sonrió socarrona la sargento y se alejó de la ventana y del agente.
-¿Puedo ir con Sánchez?
-No, mejor que no... Ve tu solo.
“Si... mejor que Sánchez no me acompañe”, pensó Suárez, “bastantes problemas tenemos ya”
Suárez cogió su gorra e hizo un gesto de incomprensión hacia su compañero mientras salía en dirección a la calle.
El agente cruzó a paso ligero la explanada de la Alameda, intentando no llamar la atención.
La Peligro estaba sentada en una silla de enea en la puerta de su casa, como si fuese el Pali disfrazado de bailarina Tailandesa y no fuera pascua sino pascua florida. No tenía demasiado trabajo porque la gente escaseaba a esa hora en la calle.
-¡Uy!- dijo con su bozarrón de gargantúa- ¿Qué se le ha perdido a la Autoridad por esta calle... viene por lo de mi “completo de oferta”?
Suárez pensó un segundo a qué se refería y se detuvo en seco, acojonado. -No. Necesito que me acompañes a comisaría.
-¡¿Cómo...?!- la Peligro arrugó el ceño- ¡Para nada cariño, no puedo abandonar el negocio!
-Tienes dos opciones, o vienes conmigo por las buenas, o bienes por las malas.
-Sabes que puedo ponerme a chillar y montarte un pollo de mil cojones, ¿lo sabes, verdad?
-Sí. ¿Y tú sabes que puedo aplicarte la ley antiterrorista y tenerte 10 días incomunicada? ¿Lo sabes?
-¡Uy! Antiterrorista dice... será maricón.-dijo mirando alrededor como si estuviese hablando con otras personas-¡Venga, cojones.... vamos payá!- dijo haciendo un esfuerzo para levantar sus 190 kilos de la silla.-¡Pero el dinero que voy a perder por abandono de puesto de trabajo no me lo va a compensar nadie!
oOo
Si la Navidad sólo iluminaba las calles comerciales del centro de la ciudad, en Torreblanca parecía directamente desaparecida. Ni un alma se movía por las aceras o plazas por las que iba cruzando el Mini ClubMan con Paco el Camboyano y el notario.
En el trayecto de autovía, Paco había puesto al día al notario sobre la nota “entregada” a Antonia y la conexión de Juana la Romana y el caso de los suicidios de la calle Marinaleda. José Antonio no hizo ninguna pregunta porque tanto Marcial Lafuente Estefanía lo había preparado para las historias más inverosímiles. Afortunadamente para él, aún no sabía nada de la Ninja de los Peines.
Justo cuando pasaban por el escenario que había sembrado de cadáveres los noticiarios de todo el mundo, el notario hizo una señal con la mano.
-¿Ves aquél camión aparcado a la derecha? Pues tienes que meterte por el callejón que hay detrás.
Paco miró nervioso el reloj del coche y asintió a las indicaciones. Viró a la derecha tras el camión y se incrustó en un estrecho callejón lleno de cajas de cartón y basura.
-¿Aquí vive Juana?
-Más o menos. Sigue hasta el fondo y aparca donde puedas.
El callejón estaba lleno de portalones de chapa lo que le convertía en una especie de zona de talleres; sobre ellos se veían cuatro filas de ventanas con tendederos y rejas mal pintadas.
El notario condujo a Paco por entre los contenedores de basura y las cajas hasta una abertura entre dos de los bloques por la que apenas cabía un peatón y aparecieron en una plaza peatonal.
-Uf... vaya... esto ya es otra cosa.
José Antonio consultó de nuevo su agenda desanudando la gomilla que la cerraba y miró el frontal de casas, todas las puertas parecían iguales. -Es allí, - señaló guardando la agenda- En el tercero A.
Paco apretó el paso para seguir al notario deseando una vez más que Antonia diera señales de vida, porque a él, todo este follón de localizar a Juana y preguntarle sobre las causas de los hechos basándose en una nota atada a una piedra le venía un poco grande.
El era más un hombre de acción. Con gusto cambiaría las pesquisas con Juana por un encuentro con el cabrón que estaba liando esto para darle una buena manta de ostias, pero la única forma de pasar el control a Antonia era convertirse en la Ninja de los Peines y abandonar su cuerpo para irse a “dormir” y eso seguro que no se explica en las novelas del oeste.
El portal estaba abierto. Entraron uno detrás del otro y empezaron a subir unas angostas escaleras desconchadas, casi sin hacer ningún ruido. Ni siquiera encendieron la luz. La luminosidad de las farolas que entraba por las ventanas de los descansillos les guiaba escaleras arriba.
Por fin, con el notario casi exhausto, llegaron al tercero. Allí estaba la puerta de Juana y la búsqueda parecía haber llegado a su fin. Los dos se miraron y, recompusieron el tipo como si fuesen un par de mormones. Paco llamó a la puerta. Llamó varias veces a la puerta. Parecía que no habría respuestas cuando el notario atrajo la atención de Paco hacia el suelo.
Una línea de luz se deslizó bajo la puerta. Alguien se había levantado. Se notaba un arrastrar de pies que se acercaba. Luego silencio. Paco volvió a golpear ligeramente la puerta.
-¿Quién es?- dijo una voz ronca desde el interior.
-¿Juana, Juana la Romana?
Un silencio significativo mantuvo la tensión unos instantes. En el interior empezaron a abrirse cerrojos. La puerta se entreabrió y una cabeza arrugada y de pelos canos y enredados se asomó bajo la cadena de seguridad.
-¿Quién pregunta por ella?
-Soy José Antonio Amorós, el notario, quisiera hablar con usted sobre un asunto.
-Hombre... el cabrito que nos echó de nuestras casas- La mirada de Juana intentaba enfocar la cara del notario.
-En cierto modo si.- contestó lacónicamente.
-¿Vienes a devolverme mis escrituras?
Paco, temiendo que el tostado del notario contestase la verdad, le sujetó por el brazo e intervino:
-Venimos a resolver un problema sobre el que usted puede tener información. Es vital y muy urgente.
-¿Y éste quién es?
-Soy Paco el Camboyano, guitarrista flamenco y... detective privado- Paco se quedó un segundo pensando... una de las dos cosas sobraba, pero no sabía cuál de ellas le abriría las puertas de la casa de Juana.
La puerta se cerró y se volvió a abrir, ahora sin la cadena de seguridad. La lámpara de la sala, de cinco brazos, sólo tenía encendida una bombilla que con dificultad iluminaba una habitación pequeña, con una mesa camilla en el centro y cuatro sillas alrededor. Algún cuadrillo raleaba en unas paredes mayormente vacías.
-Entrad tunantes... ¿por qué coño me toca a mi toda esta gentuza?- dijo mirando al cielo a través de un techo más bajo de lo normal- Sentaos, encenderé la copa.
Paco y José Antonio se miraron felicitándose de tan buena acogida. El primer paso estaba dado, pero el Camboyano no tenía claro que pudiese sacar más de allí.
-¿Queréis una copita de Anís del Mono?
-Eh... - empezó el notario, pero la cara de Paco le hizo modificar su respuesta- Ahora no, Juana, ahora no.
-Pues yo me voy a tomar una, una bien grande.
Juana se sentó junto a ellos. -Hoy he ido al médico y me ha dicho “señora usted está fatal del hígado” así que “el alcohol no debía ni mirarlo”- Juana se sirvió una generosa copa de anís en una copa de brandy- Así que conforme salí del ambulatorio me compré ésta.- Señaló la botella medio llena- Igual me retira para siempre.
Paco se movió incómodo en su silla.
-Verás Juana, el otro día pasó lo que tú sabes ahí al lado, en la calle Marinaleda, lo de todos esos muertos. Alguien nos ha indicado que tú puedes saber algo.
-¿¡Yo!?- bebió un gran trago- ¿Y cómo puedo yo saber algo de eso? No vivo ni enfrente ni conozco a nadie que viva, o viviera allí.
Paco se quedó pensando... “Antonia. ¿Dónde coño te metes?”.
-Seguro que no conoce a nadie que viviera allí, o que conociera a alguien que viviera allí.- preguntó José Antonio intentando llenar el silencio que había dejado su compañero.
Juana posó la mirada perdida en la copa de anís mientras la balanceaba. Volvió a dar un trago, largo, deseado. Carraspeo, se cogió el volante de la bata y, agachando la cabeza, se limpió con él la comisura de los labios.
-A nadie, no conozco a nadie.
-Juana. Mírame a los ojos y dime que no conoces a nadie.-Los ojos de Paco ya refulgían como pequeñas hogueras doradas. La mujer levantó lentamente la mirada y quedó atrapada.
-A nadie que me importe. Una vez tuve un hijo. Me abandonó cuando me echaron de la Alameda. Vivía allí. Nunca se preocupó por mí y yo no me preocupo por él ahora. No. No conocía a nadie.
Paco cogió en sus manos las manos de la señora. Las tenía heladas, huesudas y azules. El calor de sus manos invadió a la anciana reconfortándola como hacía años que no sentía.
-Eres buena gente, Paco. No te mezcles con ese hijo de la gran puta. Te puede hacer mucho daño.
-No te preocupes Juana, no tengo miedo a los muertos... Porque tu hijo ha muerto, ¿no?
-No. Bicho malo nunca muere. La otra noche vino a verme, el muy cabrón, después de veinte años. Parecía distinto, alegre, vivo; pero a mí no me engañaba, algo había hecho, algo muy malo.
-¿Puedes decirnos donde está ahora?
-No tengo ni idea. Si sé que hablaba de la gran venganza, de hundir al mundo entero en la puta mierda. Estaba zumbado. Me dijo que le acompañara en su viaje, yo le dije que estaba muy mayor para viajar. Me costaba mucho negarle sus deseos, su sonrisa era… encantadora.
Juana bebió de nuevo- Pero una madre sabe lo que esconde un hijo. Me dio este sobre por si me lo pensaba.
Juana levantó el hule transparente que había sobre la mesa camilla y sacó un sobre con el logotipo de una agencia de viajes.
El notario cogió el sobre, lo abrió y comprobó su contenido.
-Es un billete para Frankfurt, para- calculó mentalmente- para mañana a las 11:00 de la mañana.
Paco cogió el billete y, levantándose dijo:- Tiene alguna foto de su hijo para que podamos identificarle.
-¡¿Fotos?! Y una mierda voy a tener fotos yo de ese cabrón.
-Está bien... ¿podemos llevarnos el billete?
-Por mí como si os limpiáis el culo con él.- Juana había vuelto a recuperar el control de su voluntad- Por cierto, figura- se dirigió al notario- ¿Cuándo me vas a devolver mi casa?
-Me temo señora que eso está fuera de mis posibilidades.
-¡Qué cabrones sois todos....! “Fuera de mis posibilidades”- dijo imitando la expresión de José Antonio.- Pues ¡hala!, al carajo todo el mundo. Me quedo con el mono.
Paco sacó un fajo de billetes de veinte euros- Toma Juana, para que te apañes hasta que arreglemos lo de tu casa.
Juana cogió el fajo y se lo guardó en el bolsillo de la guatiné, sin contarlo, sin poner peros, sin hacer comentarios.
-Lo dicho- continuó como si nada hubiese pasado- Al carajo, que estoy que me caigo.
Paco y el notario bajaron las escaleras como dos chiquillos, corriendo. Cuando salieron a la calle se dirigieron al coche.
-¿Qué vamos a hacer ahora?
-Tú nada. Te dejo en la Alameda. Yo voy a ver si pillo al cabrón este, que por cierto no tengo ni idea de cómo se llama.
-¿Y cómo lo vas a encontrar?
-Me imagino que se sentará en el asiento contiguo al del billete de este sobre. Ya lo pillaré.
-¿Por qué haces esto?
-Pregúntale a Antonia cuando la veas.
-Lo haré.
Cuando el comisario De la Fuente entraba en la comisaría, la Peligro ya llevaba un buen rato aislada en la sala de interrogatorios, a la espera de que Rubio entrara. Suárez y Sánchez volvían a merodear como comandos de camuflaje entre las mesas y las fotos ya habían sido mandadas.
-Comisario... ¿ha pasado algo?- preguntó Rubio, incómoda por la presencia de su superior y el fin de su reinado.
-No, nada que tu no sepas... y aquí ¿ha pasado algo?
Rubio pensó un instante.
-Hemos retenido a uno de los clientes de un local donde suelen parar los sujetos en búsqueda- señaló a las fotos que estaban pegadas en la pizarra.-Para ver si podemos localizarlos. ¿Quiere interrogarlos?
-No, gracias...- se echó las manos a la cabeza para mesarse el escaso pelo- Estaré en mi despacho, manténganme informado de todo.
Rubio se quedó mirando a la triste figura que se escabullía en el corredor. Debía estar muy cansado, a falta de unos días para jubilarse se estaba enfrentando a uno de los casos más extraños de su vida. Rubio hizo acopio de fuerzas y se dirigió hacia la sala de interrogatorios.
Se cruzó con el gordo de los cables, el informático, que portaba un montón de secadores de pelo.
-¿A dónde vas con eso?
-Al laboratorio, los he tomado de vuestros vestuarios.
-¿Y qué vas a hacer, ponerte el pelo a lo Cuéntame?
-No, que va... el pelo lo tengo bien- Rubio miró las greñas desaliñadas del friki y suspiró- Es para secar las tarjetas de memoria de los móviles recogidos en el río. Puede haber información interesante.
Rubio no contestó. Continuó caminando hasta llegar frente a la puerta de la sala dónde la Peligro permanecía sentada, pintada como una puerta, con cara de pocos amigos.
-Buenas noches... perdón por la espera- dijo la sargento intentando ser amable.
-Si... buenas noches.- La puerta se cerró.
El comisario hablaba con cansancio por teléfono. Daba explicaciones que no tenía mientras acariciaba una foto de sobremesa. Un agente le interrumpió.
-Perdone comisario. Hemos encontrado a su hijo.
-¡Dónde está... Cómo está!
-Esta bien, aunque algo aturdido. Se encuentra en urgencias de Virgen del Rocío, a la espera de que le den el alta. Una unidad lo va a traer para acá. Parece ser que estaba en el lugar de los hechos, aunque inexplicablemente no ha sufrido ningún daño.
-¡Gracias a Dios!- destapó el auricular del teléfono y repitió- ¿Has escuchado cariño..? Pablo está bien, lo traen para acá. No te preocupes... ya ha pasado todo. Un beso.
-Póngame en contacto con los agentes que están junto a él, quiero hablar con mi hijo.
-Inmediatamente, comisario.
El agente salió dejando solo a su jefe. De la Fuente se levantó y miró a la Alameda desde su ventana. La Navidad había vuelto. Ahora había que sacar toda la información que pudiera aportar Pablo, quizá él tuviese la pista definitiva. Un par de agentes descargaba unas cajas desde un SUV Nissan de la policía: las fotos habían llegado.

No hay comentarios: