Pasadas
dos horas de la media noche apenas se rozaban los tres grados, lo que
para una ciudad meridional atrapada en un valle fluvial era muy poca
temperatura.
La
humedad en los jardines en torno al río era todavía más intensa
haciendo que el frío se metiese entre las rendijas de los chalecos
fluorescentes de Manolo y Ramón.
-Vamos
a ver, Manolo. ¿Tú crees que es normal que estemos escondidos en
mitad del parque con una camilla ocupada por un anciano moribundo
mientras Moya se tira a su acompañante en la ambulancia?- y para
enfatizar lo absurdo de la situación, el bulto de la camilla tosió
débilmente.
Los
dos camilleros estaban sentados en un tronco cortado del parque,
yertos de frío, con la camilla del anciano a modo de barrera corta
vientos.
Manolo
reprimió un estornudo.
-¡Shhh!-
estornudó otra vez – El viejo está sedado, abrigado y entubado, o
sea que está estupendamente, y no, normal muy normal no es, pero
recuerda que Moya siempre nos echa un capote cuando nos hace falta.
-Ya pero esto es el
colmo, y encima estamos rodeados, porque ahí detrás hay más pasma
que en la boda del príncipe. Me tienes que reconocer que este Moya
los tiene cuadrados.
Manolo
miró su reloj sin contestar. Moya no solía tardar demasiado, y ya
llevaba veinte minutos dale que te pego en la furgoneta.
La que
lo tenía que tener cuadrado era la otra, una ecuatoriana de no más
de uno sesenta de altura que acompañaba al anciano hasta el hospital
y que había mostrado sus ganas de merengue desde que Moya le miró
con esos ojitos de “ven pacá que te pillo”.
Un
recrujir de hojas pisadas detrás de ellos les hizo agacharse aún
más. Alguien se acercaba. No era la policía porque llevarían
linternas, pensó Ramón, pero a las dos de la mañana nadie en su
sano juicio se da vueltas por un parque absolutamente desierto.
Bueno, ellos estaban allí, pero no estaban en su sano juicio.
Evidentemente.
El que
se venía acercando murmuraba algo entre dientes, mientras se
tambaleaba luchando contra las tenaces ramas de los arbustos que le
impedían el paso.
-Manolo,
¿quién coño es ese?
-No
sé, pero será mejor que lo pares, no sea que vea al viejo y la
caguemos bien cagada.
Ramón,
con cara de fastidio, hizo un esfuerzo y se levantó del tronco,
acercándose al lugar desde donde procedían los ruidos y murmullos.
-Ha
sido Johnny, ha sido Johnny- murmuraba la figura que, perdida y sin
control, intentaba cruzar una red de ramas imposibles.
-¡Eh...!-
gritó Ramón -¿Qué pasa ahí?
No
hubo respuesta. La figura continuó luchando para pasar. Ramón tuvo
que dar un rodeo para ponerse a su altura. Era un tipo joven, de
entorno a los treinta años, pinta de pijo, “costeado”, como
diría Manolo.
-¡Eh,
tío!- dijo Ramón manteniendo cierta distancia. -¿Qué te pasa, te
has pasado con las pastis o qué?
El
chico ni se volvió, continuando con su lucha selvática y su letanía
dolorosa: “Ha sido Johnny, ha sido Johnny”.
Ramón
cogió por un hombro al chico y le obligó a darse la vuelta, tenía
la mirada triste y perdida, la cara desencajada y los dientes
castañeando de frío.
-¡Chaval...!
- le cogió la cara con cuidado para verle mejor: el chico no
enfocaba la vista, tenía un buen cuelgue, según criterio experto
del camillero -Ven, estás muy pedo... ven chaval.
Cogió
al chico y lo condujo hasta el tocón del árbol donde Manolo lo
esperaba atónito.
-¿Pero
a dónde vas con este tío, joder, Ramón, que la vamos a liar?
-No
sé, pero está muy mal. Llevémosle al hospital.
-Si
hombre, si le parece al señor, vamos recogiendo borrachos de aquí a
García Morato.
-Este
tío no está borracho, al menos no sólo está borracho, no podemos
dejarle aquí, somos personal sanitario.
El
sonido del móvil interrumpió la discusión. Manolo miró extrañado
a su compañero, “personal sanitario”, hacía tiempo que no
escuchaba esa definición. El del teléfono era Moya. Ya había
terminado.
-Bueeeno,
venga, vámonos para la ambulancia.
Manolo
y Ramón desatascaron la camilla hundida en el humus del parque y la
pusieron sobre el camino de albero. El chico se movía nerviosamente,
buscando una salida imaginaria. Ramón lo cogió por un codo y le
habló pausadamente.
-Vamos,
ven con nosotros, te llevaremos a un sitio seguro.
El
chico obedeció medio atontado, sin parar de murmurar su cantinela.
La ambulancia se veía al fondo, entre árboles, con las luces
apagadas, apenas un resplandor amarillento en las ventanas de atrás.
Una figura permanecía de pié junto a la portón trasero.
-Venga....
daros prisa... que llegamos tarde.
-Ahora
tiene prisa el señor... joder con el Moya de los cojones, a ver
cuando se cansa.
Muy
cerca de allí, junto al río, el inspector Gallardo se movía a
grandes zancadas entre los cadáveres que iban sacando a la orilla
desde los remolcadores.
El
comisario De la Fuente le seguía apesadumbrado, intentando reconocer
algún rostro entre las figuras que yacían inertes en el suelo.
Desde
la orilla, los barcos habían formado una mórbida almadraba que
pescaba uno a uno los cuerpos que aún flotaban bajo los potentes
focos de las embarcaciones. Los gritos eran escasos, los justos para
poder coordinarse, el silencio era la tónica general.
Sonseca
se afanaba en dar instrucciones a los atónitos agentes y sanitarios
que formaban el grupo de catalogación de objetos.
-Los
móviles, muy importante, los vais dejando en estas bolsas de
plástico, junto con la documentación y la ficha del número de
cadáver. Luego metéis los cadáveres cada uno en un saco. No quiero
a nadie sin guantes ni mascarilla. Es importante identificar cada
cadáver con su bolsa de enseres, no olvidéis el móvil, puede
contener información importante para la investigación.
Aunque
la temperatura proporcionaba un buen ambiente para la conservación
de los cuerpos, estos ya presentaban un aspecto desolador:
pellejudos, con los ojos hundidos en las cuencas, los labios resecos
y una mueca de dolor desconsolado en sus rostros. El panorama era
tela de chungo.
-¡Joder!-
No paraba de decir Castillo moviendo la mirada de izquierda a
derecha. -¡Joder!
Los
pensamientos de unos y otros orbitaban en torno a la misma idea:
“¿¡Qué cabrón habrá hecho esto!?” Pero cada uno lo hacía
desde la suya propia. Mientras Gallardo intentaba encontrar una
pista, De la Fuente se preguntaba si su hijo sería uno de ellos.
Castillo, a más distancia, se preguntaba cómo puñetas podía pedir
el traslado a la Sierra de Huelva, para quitarse de todo aquello.
-¿De
cuántos efectivos disponemos?
-Actualmente
tenemos desplazados aquí el cien por cien de los recursos
disponibles, quitando el personal que está de guardia en la
comisarías, los que están de baja, los que están de asuntos
propios, los de vacaciones, los que no hemos podido localizar, los
que vienen de camino y algún que otro perdido.
-¿De
cuántos hablamos?
-Somos
unos ciento cincuenta.
-Necesitamos
organizar a la tropa, ¿se está encargando alguien?
-Si,
Sonseca lleva el registro de cuerpos y Castillo- Castillo hizo un
leve gesto de reconocimiento- se encarga del perímetro, como en
Torreblanca.
-A
propósito de Torreblanca… ¿Dónde están los dos… Suárez y
Sánchez?
-Están
en la comisaría de la Alameda, junto con el personal de guardia. No
los he querido traer.
-Mejor.
Veo mucho Rolex y dinero que podrían ser muy tentadores.
De la
Fuente asintió distraído.
-¿Ocurre
algo comisario?
-Mi
hijo Pablo podría ser uno de esos- señaló con timidez a las filas
de cadáveres.
-Vaya
por Dios- dijo realmente afectado, luego añadió recomponiendo el
rictus- Pues lo siento comisario, pero usted no debe estar aquí.
Váyase a la comisaría y mantenga estrecho contacto conmigo, le
mantendré puntualmente informado. Castillo, pídale los datos de
Pablo al comisario y facilíteselos a Sonseca para que se asegure de
que el chico no está implicado.
El
comisario miró desolado al inspector pero inmediatamente comprendió
su buena intención y empezó a hablar con Castillo. El inspector se
alejó, comprobando que la manipulación de los cuerpos se hacía de
forma correcta.
Cuando
abandonaba en su coche la escena de la tragedia se cruzó con una
ambulancia que salía de entre los árboles del parque. La
preocupación que le atenazaba no le permitió percatarse del extraño
suceso. Por eso no sabía aún que su hijo Pablo estaba sano y salvo,
o por lo menos estaba vivo.
Mientras
tanto en la comisaría de la Alameda, los pocos que aún permanecían
en ella se afanaban por transmitir los datos de las personas
identificadas por las huellas dactilares de la criatura.
Suárez
y Sánchez se movían como fantasmas entre las mesas, intentando
pasar desapercibidos para que no les asignaran ninguna tarea. Unos
profesionales como la copa de un pino.
-¿Ha
mandado las fotos a todas las comisarías?- dijo la sargento Rubio.
-Estamos
haciéndolo, mi sargento.
La
sargento Rubio asintió preocupada. No era muy alegre normalmente,
pero ahora se le notaba el peso de la responsabilidad. Rubio era una
policía ancha y fuerte, de facciones duras y con la porra más
grande de la agrupación, como solían bromear sus compañeros. Ella
no se reía, pero le gustaba tenerla grande.
-Un
momento... imprime las fotos.
Rubio
se acercó a la impresora y tiró del papel sin esperar a que
terminara de salir. Le dio la vuelta y empezó a mirar el rostro de
Antonia López preguntándose dónde la había visto antes.
-¿No
te suena esta mujer? Si, se que vive ahí enfrente, pero a mí me
suena su cara de algo más cercano.
-¿Más
cercano que ahí enfrente?- dijo el agente sin echar mucha cuenta a
su superior.
-Más...
como a medio metro.- De pronto, el rostro de la sargento se iluminó.
Esquivando cables, mesas, sillas y cajas se acercó a la persiana que
cubría la cristalera de la oficina, tiró de varias lamas hacia
abajo y miró afuera.
-¡Mierda!
-¿Qué
ocurre sargento?
-El
bar está cerrado. Ya sé de qué les conocía: me suenan de verlos
en la tabernucha esa de ahí.
El
agente se encogió de hombros y continuó trabajando para enviar las
fotos de Antonia y Paco a todas las comisarías de la región.
Rubio
pasó la mirada por encima de las mesas, buscando algún agente al
que encargar un trabajito, pero eran cuatro gatos. No podía quitar a
nadie de su trabajo para atender una corazonada.
En un
rincón descubrió a Suárez y Sánchez, haciendo como que trabajaban
cuando todos sabían que estaban relevados del servicio y retenidos.
Miró a uno y otro e hizo una selección sobre la marcha.
-Suárez,
venga un momento.
El
agente miró a su compañero, se levantó y se acercó a Rubio con
aire sumiso.
-Dígame,
sargento.
-¿Te
acuerdas de ese bar de enfrente?- Le mostró el bar a través de la
persiana.
-Sí,
el Ok-Corral.
-¿Te
acuerdas de ese tío gordo vestido de mujer que está siempre dentro?
-Claro,
la Peligro, es muy conocida en el barrio, y en esta comisaría.
-¿Puedes
localizarlo y traerlo?
-Se
suele poner por detrás de Joaquín Costa, en la puerta de su casa.
-Tráelo
que le vamos a hacer algunas preguntitas.
-¿Con
qué escusa? Le detengo, le invito a venir, le engaño…
-Seguro
que se te ocurrirá algo.- Sonrió socarrona la sargento y se alejó
de la ventana y del agente.
-¿Puedo
ir con Sánchez?
-No,
mejor que no... Ve tu solo.
“Si...
mejor que Sánchez no me acompañe”, pensó Suárez, “bastantes
problemas tenemos ya”
Suárez
cogió su gorra e hizo un gesto de incomprensión hacia su compañero
mientras salía en dirección a la calle.
El
agente cruzó a paso ligero la explanada de la Alameda, intentando no
llamar la atención.
La
Peligro estaba sentada en una silla de enea en la puerta de su casa,
como si fuese el Pali disfrazado de bailarina Tailandesa y no fuera
pascua sino pascua florida. No tenía demasiado trabajo porque la
gente escaseaba a esa hora en la calle.
-¡Uy!-
dijo con su bozarrón de gargantúa- ¿Qué se le ha perdido a la
Autoridad por esta calle... viene por lo de mi “completo de
oferta”?
Suárez
pensó un segundo a qué se refería y se detuvo en seco, acojonado.
-No. Necesito que me acompañes a comisaría.
-¡¿Cómo...?!-
la Peligro arrugó el ceño- ¡Para nada cariño, no puedo abandonar
el negocio!
-Tienes
dos opciones, o vienes conmigo por las buenas, o bienes por las
malas.
-Sabes
que puedo ponerme a chillar y montarte un pollo de mil cojones, ¿lo
sabes, verdad?
-Sí.
¿Y tú sabes que puedo aplicarte la ley antiterrorista y tenerte 10
días incomunicada? ¿Lo sabes?
-¡Uy!
Antiterrorista dice... será maricón.-dijo mirando alrededor como si
estuviese hablando con otras personas-¡Venga, cojones.... vamos
payá!- dijo haciendo un esfuerzo para levantar sus 190 kilos de la
silla.-¡Pero el dinero que voy a perder por abandono de puesto de
trabajo no me lo va a compensar nadie!
oOo
Si la
Navidad sólo iluminaba las calles comerciales del centro de la
ciudad, en Torreblanca parecía directamente desaparecida. Ni un alma
se movía por las aceras o plazas por las que iba cruzando el Mini
ClubMan con Paco el Camboyano y el notario.
En el
trayecto de autovía, Paco había puesto al día al notario sobre la
nota “entregada” a Antonia y la conexión de Juana la Romana y el
caso de los suicidios de la calle Marinaleda. José Antonio no hizo
ninguna pregunta porque tanto Marcial Lafuente Estefanía lo había
preparado para las historias más inverosímiles. Afortunadamente
para él, aún no sabía nada de la Ninja de los Peines.
Justo
cuando pasaban por el escenario que había sembrado de cadáveres los
noticiarios de todo el mundo, el notario hizo una señal con la mano.
-¿Ves
aquél camión aparcado a la derecha? Pues tienes que meterte por el
callejón que hay detrás.
Paco
miró nervioso el reloj del coche y asintió a las indicaciones. Viró
a la derecha tras el camión y se incrustó en un estrecho callejón
lleno de cajas de cartón y basura.
-¿Aquí
vive Juana?
-Más
o menos. Sigue hasta el fondo y aparca donde puedas.
El
callejón estaba lleno de portalones de chapa lo que le convertía en
una especie de zona de talleres; sobre ellos se veían cuatro filas
de ventanas con tendederos y rejas mal pintadas.
El
notario condujo a Paco por entre los contenedores de basura y las
cajas hasta una abertura entre dos de los bloques por la que apenas
cabía un peatón y aparecieron en una plaza peatonal.
-Uf...
vaya... esto ya es otra cosa.
José
Antonio consultó de nuevo su agenda desanudando la gomilla que la
cerraba y miró el frontal de casas, todas las puertas parecían
iguales. -Es allí, - señaló guardando la agenda- En el tercero A.
Paco
apretó el paso para seguir al notario deseando una vez más que
Antonia diera señales de vida, porque a él, todo este follón de
localizar a Juana y preguntarle sobre las causas de los hechos
basándose en una nota atada a una piedra le venía un poco grande.
El era
más un hombre de acción. Con gusto cambiaría las pesquisas con
Juana por un encuentro con el cabrón que estaba liando esto para
darle una buena manta de ostias, pero la única forma de pasar el
control a Antonia era convertirse en la Ninja de los Peines y
abandonar su cuerpo para irse a “dormir” y eso seguro que no se
explica en las novelas del oeste.
El
portal estaba abierto. Entraron uno detrás del otro y empezaron a
subir unas angostas escaleras desconchadas, casi sin hacer ningún
ruido. Ni siquiera encendieron la luz. La luminosidad de las farolas
que entraba por las ventanas de los descansillos les guiaba escaleras
arriba.
Por
fin, con el notario casi exhausto, llegaron al tercero. Allí estaba
la puerta de Juana y la búsqueda parecía haber llegado a su fin.
Los dos se miraron y, recompusieron el tipo como si fuesen un par de
mormones. Paco llamó a la puerta. Llamó varias veces a la puerta.
Parecía que no habría respuestas cuando el notario atrajo la
atención de Paco hacia el suelo.
Una
línea de luz se deslizó bajo la puerta. Alguien se había
levantado. Se notaba un arrastrar de pies que se acercaba. Luego
silencio. Paco volvió a golpear ligeramente la puerta.
-¿Quién
es?- dijo una voz ronca desde el interior.
-¿Juana,
Juana la Romana?
Un
silencio significativo mantuvo la tensión unos instantes. En el
interior empezaron a abrirse cerrojos. La puerta se entreabrió y una
cabeza arrugada y de pelos canos y enredados se asomó bajo la cadena
de seguridad.
-¿Quién
pregunta por ella?
-Soy
José Antonio Amorós, el notario, quisiera hablar con usted sobre un
asunto.
-Hombre...
el cabrito que nos echó de nuestras casas- La mirada de Juana
intentaba enfocar la cara del notario.
-En
cierto modo si.- contestó lacónicamente.
-¿Vienes
a devolverme mis escrituras?
Paco,
temiendo que el tostado del notario contestase la verdad, le sujetó
por el brazo e intervino:
-Venimos
a resolver un problema sobre el que usted puede tener información.
Es vital y muy urgente.
-¿Y
éste quién es?
-Soy
Paco el Camboyano, guitarrista flamenco y... detective privado- Paco
se quedó un segundo pensando... una de las dos cosas sobraba, pero
no sabía cuál de ellas le abriría las puertas de la casa de Juana.
La
puerta se cerró y se volvió a abrir, ahora sin la cadena de
seguridad. La lámpara de la sala, de cinco brazos, sólo tenía
encendida una bombilla que con dificultad iluminaba una habitación
pequeña, con una mesa camilla en el centro y cuatro sillas
alrededor. Algún cuadrillo raleaba en unas paredes mayormente
vacías.
-Entrad
tunantes... ¿por qué coño me toca a mi toda esta gentuza?- dijo
mirando al cielo a través de un techo más bajo de lo normal-
Sentaos, encenderé la copa.
Paco y
José Antonio se miraron felicitándose de tan buena acogida. El
primer paso estaba dado, pero el Camboyano no tenía claro que
pudiese sacar más de allí.
-¿Queréis
una copita de Anís del Mono?
-Eh...
- empezó el notario, pero la cara de Paco le hizo modificar su
respuesta- Ahora no, Juana, ahora no.
-Pues
yo me voy a tomar una, una bien grande.
Juana
se sentó junto a ellos. -Hoy he ido al médico y me ha dicho “señora
usted está fatal del hígado” así que “el alcohol no debía ni
mirarlo”- Juana se sirvió una generosa copa de anís en una copa
de brandy- Así que conforme salí del ambulatorio me compré ésta.-
Señaló la botella medio llena- Igual me retira para siempre.
Paco
se movió incómodo en su silla.
-Verás
Juana, el otro día pasó lo que tú sabes ahí al lado, en la calle
Marinaleda, lo de todos esos muertos. Alguien nos ha indicado que tú
puedes saber algo.
-¿¡Yo!?-
bebió un gran trago- ¿Y cómo puedo yo saber algo de eso? No vivo
ni enfrente ni conozco a nadie que viva, o viviera allí.
Paco
se quedó pensando... “Antonia. ¿Dónde coño te metes?”.
-Seguro
que no conoce a nadie que viviera allí, o que conociera a alguien
que viviera allí.- preguntó José Antonio intentando llenar el
silencio que había dejado su compañero.
Juana
posó la mirada perdida en la copa de anís mientras la balanceaba.
Volvió a dar un trago, largo, deseado. Carraspeo, se cogió el
volante de la bata y, agachando la cabeza, se limpió con él la
comisura de los labios.
-A
nadie, no conozco a nadie.
-Juana.
Mírame a los ojos y dime que no conoces a nadie.-Los ojos de Paco ya
refulgían como pequeñas hogueras doradas. La mujer levantó
lentamente la mirada y quedó atrapada.
-A
nadie que me importe. Una vez tuve un hijo. Me abandonó cuando me
echaron de la Alameda. Vivía allí. Nunca se preocupó por mí y yo
no me preocupo por él ahora. No. No conocía a nadie.
Paco
cogió en sus manos las manos de la señora. Las tenía heladas,
huesudas y azules. El calor de sus manos invadió a la anciana
reconfortándola como hacía años que no sentía.
-Eres
buena gente, Paco. No te mezcles con ese hijo de la gran puta. Te
puede hacer mucho daño.
-No te
preocupes Juana, no tengo miedo a los muertos... Porque tu hijo ha
muerto, ¿no?
-No.
Bicho malo nunca muere. La otra noche vino a verme, el muy cabrón,
después de veinte años. Parecía distinto, alegre, vivo; pero a mí
no me engañaba, algo había hecho, algo muy malo.
-¿Puedes
decirnos donde está ahora?
-No
tengo ni idea. Si sé que hablaba de la gran venganza, de hundir al
mundo entero en la puta mierda. Estaba zumbado. Me dijo que le
acompañara en su viaje, yo le dije que estaba muy mayor para viajar.
Me costaba mucho negarle sus deseos, su sonrisa era… encantadora.
Juana
bebió de nuevo- Pero una madre sabe lo que esconde un hijo. Me dio
este sobre por si me lo pensaba.
Juana
levantó el hule transparente que había sobre la mesa camilla y sacó
un sobre con el logotipo de una agencia de viajes.
El
notario cogió el sobre, lo abrió y comprobó su contenido.
-Es un
billete para Frankfurt, para- calculó mentalmente- para mañana a
las 11:00 de la mañana.
Paco
cogió el billete y, levantándose dijo:- Tiene alguna foto de su
hijo para que podamos identificarle.
-¡¿Fotos?!
Y una mierda voy a tener fotos yo de ese cabrón.
-Está
bien... ¿podemos llevarnos el billete?
-Por
mí como si os limpiáis el culo con él.- Juana había vuelto a
recuperar el control de su voluntad- Por cierto, figura- se dirigió
al notario- ¿Cuándo me vas a devolver mi casa?
-Me
temo señora que eso está fuera de mis posibilidades.
-¡Qué
cabrones sois todos....! “Fuera de mis posibilidades”- dijo
imitando la expresión de José Antonio.- Pues ¡hala!, al carajo
todo el mundo. Me quedo con el mono.
Paco
sacó un fajo de billetes de veinte euros- Toma Juana, para que te
apañes hasta que arreglemos lo de tu casa.
Juana
cogió el fajo y se lo guardó en el bolsillo de la guatiné, sin
contarlo, sin poner peros, sin hacer comentarios.
-Lo
dicho- continuó como si nada hubiese pasado- Al carajo, que estoy
que me caigo.
Paco y
el notario bajaron las escaleras como dos chiquillos, corriendo.
Cuando salieron a la calle se dirigieron al coche.
-¿Qué
vamos a hacer ahora?
-Tú
nada. Te dejo en la Alameda. Yo voy a ver si pillo al cabrón este,
que por cierto no tengo ni idea de cómo se llama.
-¿Y
cómo lo vas a encontrar?
-Me
imagino que se sentará en el asiento contiguo al del billete de este
sobre. Ya lo pillaré.
-¿Por
qué haces esto?
-Pregúntale
a Antonia cuando la veas.
-Lo
haré.
Cuando
el comisario De la Fuente entraba en la comisaría, la Peligro ya
llevaba un buen rato aislada en la sala de interrogatorios, a la
espera de que Rubio entrara. Suárez y Sánchez volvían a merodear
como comandos de camuflaje entre las mesas y las fotos ya habían
sido mandadas.
-Comisario...
¿ha pasado algo?- preguntó Rubio, incómoda por la presencia de su
superior y el fin de su reinado.
-No,
nada que tu no sepas... y aquí ¿ha pasado algo?
Rubio
pensó un instante.
-Hemos
retenido a uno de los clientes de un local donde suelen parar los
sujetos en búsqueda- señaló a las fotos que estaban pegadas en la
pizarra.-Para ver si podemos localizarlos. ¿Quiere interrogarlos?
-No,
gracias...- se echó las manos a la cabeza para mesarse el escaso
pelo- Estaré en mi despacho, manténganme informado de todo.
Rubio
se quedó mirando a la triste figura que se escabullía en el
corredor. Debía estar muy cansado, a falta de unos días para
jubilarse se estaba enfrentando a uno de los casos más extraños de
su vida. Rubio hizo acopio de fuerzas y se dirigió hacia la sala de
interrogatorios.
Se
cruzó con el gordo de los cables, el informático, que portaba un
montón de secadores de pelo.
-¿A
dónde vas con eso?
-Al
laboratorio, los he tomado de vuestros vestuarios.
-¿Y
qué vas a hacer, ponerte el pelo a lo Cuéntame?
-No,
que va... el pelo lo tengo bien- Rubio miró las greñas desaliñadas
del friki y suspiró- Es para secar las tarjetas de memoria de los
móviles recogidos en el río. Puede haber información interesante.
Rubio
no contestó. Continuó caminando hasta llegar frente a la puerta de
la sala dónde la Peligro permanecía sentada, pintada como una
puerta, con cara de pocos amigos.
-Buenas
noches... perdón por la espera- dijo la sargento intentando ser
amable.
-Si...
buenas noches.- La puerta se cerró.
El
comisario hablaba con cansancio por teléfono. Daba explicaciones que
no tenía mientras acariciaba una foto de sobremesa. Un agente le
interrumpió.
-Perdone
comisario. Hemos encontrado a su hijo.
-¡Dónde
está... Cómo está!
-Esta
bien, aunque algo aturdido. Se encuentra en urgencias de Virgen del
Rocío, a la espera de que le den el alta. Una unidad lo va a traer
para acá. Parece ser que estaba en el lugar de los hechos, aunque
inexplicablemente no ha sufrido ningún daño.
-¡Gracias
a Dios!- destapó el auricular del teléfono y repitió- ¿Has
escuchado cariño..? Pablo está bien, lo traen para acá. No te
preocupes... ya ha pasado todo. Un beso.
-Póngame
en contacto con los agentes que están junto a él, quiero hablar con
mi hijo.
-Inmediatamente,
comisario.
El
agente salió dejando solo a su jefe. De la Fuente se levantó y miró
a la Alameda desde su ventana. La Navidad había vuelto. Ahora había
que sacar toda la información que pudiera aportar Pablo, quizá él
tuviese la pista definitiva. Un par de agentes descargaba unas cajas
desde un SUV Nissan de la policía: las fotos habían llegado.

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