4. EL RETORNO

La Alameda es un barrio particular. Por una parte es un lugar común, dónde la gente nace, crece, se reproduce y, definitivamente, muere. Pero por otra es un lugar diferente, donde hay gente que nace cada mañana, gente que se intenta reproducir constantemente y gente que muere cada noche. La Alameda es el barrio de Antonia López.

Esta era una mañana normal de invierno. El barrio se iba despertando con pereza. Los niños eran arrastrados por las abuelas hacia los colegios, los trabajadores erran arrastrados por sus trabajos hacia la cola del autobús y los parados se arrastraban hacia la cola de la oficina de empleo. 

Los viejos se repartían entre las colas del banco, el centro de salud y las obras del metro. 

Había mujeres repintadas que querrían tener cola, aunque sólo fuera una, y por eso intentaban su última faena llamando la atención de noctámbulos despistados con aspecto de vampiros sorprendidos por el amanecer tras llevarse la noche entera haciendo cola en la barra de algún local esperando a que la camarera reparase en ellos.

Algunos perroflautas se ataban las rastas formando mugrientas colas mientras charlaban sobre filosofía o apuraban una cerveza de litro, o ambas cosas; sus perros dormitaban sin mover la cola.

El Corral fue hace mucho tiempo un conocido corral de vecinos de La Alameda, donde se daba cita lo más granado de la sociedad alamediense. Años de presión urbanística habían mandado a tomar por culo al personal diseminándolo por las barriadas más alejadas y desabastecidas de la periferia y los había sustituido por elegantes profesionales liberales, muy liberales, gente de la cultura fina, políticos de izquierda, profesores de filosofía bachillera, pintores sin exposición, cantautores pestosos y, naturalmente, Antonia López, que ocupaba un ático diminuto en la azotea del inmueble. 

Lo único que se había salvado del antiguo corral era un bajo cochambroso que un día fue bodega y lugar de tertulia, luego una lechería y finalmente un kiosko, así, con “k” que cambiaba novelas de Marcial Lafuente Estefanía y Corín Tellado por otras de Corín Tellado o Marcial Lafuente hasta que su dueño, un hombre gordo y flemático, falleció de una apoplejía, enfermedad romántica donde las haya, dejando a sherifs, gobernadores, enamoradas y galanes absolutamente huérfanos.

Un día, Manolo Gómez, ex propietario jubilado de una tasca de El Arenal paseaba por no tener nada que hacer, como si eso fuese un premio, cuando de pronto se topo con él: Aún le colgaban la “O” y la “K” del viejo letrero de kiosko y le pareció un buen mausoleo donde dejar definitivamente esta perra vida. Lo pilló para poner su casa, el único lugar que había conocido desde que tenía siete años: una bodega.

 Para Gómez era una mañana normal de invierno, ni siquiera le llamó la atención el mayor número de curiosos frente al nuevo kiosco de prensa. 

Era un tipo normal, para la Alameda: mayor, calvo, un poco desaliñado y sucio. El no lo sabía, pero veía tan mal no por la edad, sino porque los cristales de las gafas de culobotella había que limpiarlos, como los dientes, pero él no sabía ninguna de esas dos cosas. 

La bodega que había montado no era otra cosa que un kiosko con botellines, mosto, una vieja máquina de café y una tostadora. Por no cambiar no había sacado ni las novelas, que ahora se apilaban al fondo en una estantería decrépita, dándole un toque de cultura al local. Tampoco había arreglado el letrero de la puerta, con su O y su K raídas. Así, todo el mundo terminó conociendo aquél sitio como el OK-Corral, nombre que a las novelas del oeste le venía que ni de perlas.

El hijo de Gómez le había puesto, eso sí, una caja registradora de última generación, con Internet, pantalla, control de productos, etc. Gómez usaba la pantalla para limpiarse las manos, al menos eso parecía, y de vez en cuando visitaba el perfil del bar en Facebook, que aún no sabía muy bien qué era eso, pero que todos los tertulianos, especialmente los más frikis, se encargaban de alimentar con fotos, chascarrillos, cotilleos y demás ciberculturilla y que era en gran parte responsable de la supervivencia del negocio ya que, de vez en cuando, se llenaba de extraños convocados por alguien para maravillarse de tanta autenticidad.

Esa mañana, la persiana del Ok-Corral con su grafiti ilegible le pesaba especialmente. El ruido metálico espabiló a Don José Antonio, “el notario”, que se levantó de su banco, ABC en ristre, y se dirigió a la puerta.

- Buenos  días, Gómez.
- Buenos días, Don José Antonio.

Gómez abrió las dos puertas de par en par y se metió detrás de la barra apartando delicadamente un par de cucarachas con el pie teniendo mucho cuidado de no hacerles daño: Manolo siempre fue muy ecologista. El bar olía a cerveza rancia, sudor, orines y tinta. Era un local mugriento y oscuro. Tenía un mostrador pequeño, de kiosko, a mano derecha de un estrecho pasillo que llevaba a la librería del fondo y al urinario, que no servicio. Frente al mostrador, angostando aún más el pasillo, había dos mesas de mármol estrechas, puestas sobre sendos mecanismos de máquinas de coser Singer con un par de sillas cada una. El notario se sentó en la primera de ellas y extendió parsimoniosamente el ABC. Una mañana normal.

Mientras la máquina que molía café roncaba con fuerza, Gómez encendió la caja y la radio antigua, de lámparas, luego se puso el mandil, también de lámparas. Casi de forma automática empezó a retirar los vasos de vino vacíos de la noche anterior, primero de la mesa de Don José Antonio, el notario: un tipo delgado, alto, con mala cara, de pelo engominado con “grasa natural” y un traje tres tallas más grande. Todos decían que era notario, pero no se le notaba nada. Más bien parecía el chófer de Drácula, tras una noche de hambruna.

Poco a poco la radio fue tomando fuerza: “… de un edificio del barrio sevillano de Torreblanca. El suceso ha dejado conmocionada a España…”. La máquina de café tapó el sonido calentando la leche. Gómez empezó a poner platos, cucharillas y azucarillos sobre la barra justo encima de los cercos de las copas de la noche, eliminando así las evidencias de una forma eficiente y, como no, ecológica. Podría decirse que el Ok-Corral era uno de los locales con más solera de la Alameda, entendiendo solera por “Madre del vino”.

La Peligro entró y saludó con sonido gutural grave, como todas las mañanas. Tomó sitio en el rincón de la barra-mostrador y le hizo una seña a Gómez que la ignoró, como todas las mañanas. La leche estaba caliente, y la Peligro también. El chorro de vapor de la máquina del café paró de joder y la radio volvió a oírse: “… isla del Hierro. Según los técnicos, se esperan nuevas erupciones en las próximas 72 horas, por lo que…” 

-¡Niño! –, dijo -¿Te queda rabo de toro?- 

Gómez la miró por encima de las gafas mientras fregaba en agua sucia las copas de vino de la noche anterior, pero no contestó, La Peligro siguió murmurando -Hace tiempo que no me como un buen rabo-

La Peligro era un travelo gordo, gordo de verdad. Era como un buda con bata y cara de luna. Sus manos, sus pies, su voz y su careto eran típicos de un carnicero, pero La Peligro trabajaba de noche, ya me entienden, y tenía su clientela, que hay gente para todo. Todas las mañanas le tiraba los tejos a Gómez, como el que dice buenos días, por echar el rato, sin el menor interés real, mientras Manolo le ponía el desayuno, o la cena, según se mirase.

- ¿Os habéis enterado de lo del Hospital?- Sonó la voz del notario, que tenía que ser “de por ahí”, porque hablaba fino.

Ni Gómez ni la Peligro hicieron el menor gesto de interés, pero tampoco a él le importó porque ya estaba leyendo la noticia en voz alta como si de un telediario se tratase: 

– Al parecer una explosión en una sala ha destrozado media planta baja del Hospital Virgen del Rocío, provocando unos cuantos heridos. Lo curioso es que la mayoría de los afectados estaban llorando desconsoladamente cuando llegó la policía y ha sido prácticamente imposible interrogarles. Se desconocen las causas de la explosión. El Alcalde ha pedido que la Junta de Andalucía se haga cargo, la Junta de Andalucía ha pedido que el Ministerio se haga cargo, el Presidente de la Diputación ha dicho que ellos no se pueden hacer cargo, y el director del Hospital ha dicho que no es cierto que esté en libertad con cargos.

El café de Don José Antonio apareció de la nada. El notario cerró el periódico y cogió el azucarillo olvidando la noticia. La Peligro ya degustaba un bollo con chorizo “casero” y una cerveza; se sabía que el bocadillo era de chorizo porque éste intentaba abandonar sus fauces luchando contra cuatro filas de dientes que le impedían la fuga. Si normalmente era “sorprendente”, La Peligro comiendo era todo glamur.

- - -

Una fanfarria de trompetas sonó por la megafonía del avión mientras se acercaba al lugar de desembarque, una especie de “tachán-tachán...¡No nos hemos matado!” que venia muy al caso. Los pasajeros empezaron a agolparse en el pasillo, sacando sus minimaletas de los compartimentos superiores y pisoteando papeletas rascaygana, galletitas de la suerte, trozos de sandwich, latas de cerveza, otras maletas y a otros pasajeros. Un prodigio de comodidad. Una pasajera, en cambio, permaneció tranquilamente en su sitio, mientras se anudaba un pañuelo de Loewe con motivos florales en tonos rosa.

La azafata, despeinada por el trajín, intentaba recomponerse para el próximo vuelo sin perder de vista a esa extraña pasajera que utilizaba complementos tan costosos y que además era la única que había facturado su equipaje, sólo en la bodega del avión, lejos del Luis Vuitton también rosa que reposaba sobre el regazo de su dueña.

Cuando la cabina quedó despejada, la figura de la fila 23 se levantó elegantemente, se alisó el vestido “verona” de Max Mara color beige, recogió el abrigo de paño rosa de Hermes Paris, afianzándose sus Prada fileteadas de oro y su pañuelo mientras se sostenía firmemente sobre un par de Christian Louboutin a juego con bolso, gafas y pañuelo. “Tanta elegancia nunca fue vista en vuelo de low-cost”, pensó la azafata, embriagada de lujerío.

La señora, porque eso era una señora, se volvió discretamente hacia la azafata y se despidió de ella con un discreto gesto, encaminando una figura estupenda hacia la salida. Cuando asomó a la puerta del avión, escalerillas arriba, miró alderredor sonriente y confiada. Comenzó a bajar ante el asombro de todos los operarios de AENA.

Conforme caminaba por la terminal, seguida de un mozo con su maleta Limited N de piel de cocodrilo, los paparazzi de guardia,  apostados entre los asientos del aeropuerto a la caza de algún famosillo de provincias, se empezaron a arremolinar a su alrededor. Todos se preguntaban, ¿quién era?, ¿con quién estaría casada?, ¿y cómo es él?, ¿a qué dedicaba su tiempo libre?, cuando la señora se detuvo ante el mostrador de Hertz y preguntó.

-Por favor, necesitaría un coche urbano, nada ostentoso, para moverme por la ciudad.

            La chica de la ventanilla mostró la mejor de sus sonrisas,  y observando entre la masa de curiosos la presencia de la enorme maleta de piel, barrió con la mirada la pantalla de su ordenador escudriñando con habilidad entre distintos modelos de coche.

- ¿Le parece bien un Mini ClubMan?
- Si a usted le parece bien, señorita, yo no tengo nada que decir.

            La chica volvió a sonreír y empezó a trajinar con llaves, documentos, cajones y demás. La señora volvió su rostro hacia la maraña de cámaras que la apuntaban y se quitó las gafas con lentitud estudiada mientras una nube de flashes la acribillaban. 

- Perdone,- dijo alguien de entre los paparazzi- ¿podrías decirnos quién eres?
- Por supuesto, querida. Soy Antonia López, famosa cantante de coplas. He vuelto a Sevilla después de una gira agotadora más allá del Atlántico, es un placer estar aquí de nuevo.

            Los fotógrafos repitieron la ráfaga de flashes y salieron corriendo en desbandada, móvil en ristre, para transmitir la exclusiva. Antonia sonrió recogiendo las llaves del vehículo. “¡Qué gilipollas somos los pobres que disfrutamos viendo a los ricos mientras seguimos siendo pobres!”, pensó.

            El vehículo salió del aparcamiento del aeropuerto en dirección a la Alameda, Antonia tenía ganas de volver a ver a sus amigos y vecinos, tenía ganas de contarles todo lo que había pasado, aunque sabía que no podría hacerlo nunca, tenía ganas de luchar. Mientras iba pensado esto, el pecho izquierdo iba desinflándose poco a poco, perdiéndose en el sujetador. Antonia no se percató hasta que el cinturón de seguridad cayó sobre su vientre. Sin dejar de sostener el volante, miró un segundo hacia abajo y se concentró apenas un instante: el pecho volvió a coger firmeza y volumen. Antonia sonrió... "Esto es la caña". Puso la radio.

“... Volvemos a la barriada de Torreblanca, donde, como ya le hemos informado, un extraño suceso ha dejado sin aliento a todo el país. Conectamos con nuestra emisora de Sevilla, Pancho Puerto nos actualiza la noticia...”

            Antonia subió el volumen de la radio. Era curioso, en otras circunstancias no hubiese atinado a meter la primera, pero ahora, todo aparecía claro, diáfano, ¡era tan fácil comprender el funcionamiento de las cosas!
“Como ya hemos informado, anoche, aproximadamente a las cuatro de la madrugada, se produjo un suicidio masivo en el número 123 de la calle Marinaleda de Torreblanca. Todos los vecinos fueron saltando al vacío desde sus ventanas y balcones yendo a caer unos sobre otros para formar pilas de cadáveres. Algunos testigos afirman que los de los pisos bajos, al no encontrar la muerte en el primer intento, volvieron a subir y a tirarse hasta acabar con sus vidas”

            Antonia pegó un frenazo provocando un tumulto en la autovía.

            “Esto es un caso para La Ninja de los Peines”. Y sin hacer caso de las protestas, frenazos y choques que provocaba, cambió el sentido de la marcha en una maniobra y enfiló el Mini ClubMan a toda velocidad hacia Torreblanca.


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