Acabado el trabajo de acumulación energética, los
súper-condensadores se volvieron fríos y quedaron cubiertos por toneladas de
hielo, muertos para siempre en las entrañas olvidadas de la Antártida. Las
tormentas se fueron debilitando hasta desaparecer dejando el cielo nocturno del
continente helado cubierto por su habitual y maravillosa corona luminosa.
Aun pasaron muchos días antes de que el hielo que enterraba
la Isla Grande de Tierra del Fuego empezara a derretirse bajo el tímido calor
del invierno austral. Entonces llegaron las inundaciones que fueron arrastrando todo
a su paso ante la impotencia de los atónitos supervivientes.
Avalanchas de lodo y troncos terminaron por borrar del mapa
todo vestigio de vida humana desde el paralelo 50 hasta el Pasaje de Drake.
Pero algunas personas, luchadoras, rápidas, intrépidas o fuertes, lograron resistir
al holocausto de una era glaciar que se fue tan rápido como llegó. El
destino tenía para ellas nuevas y despiadadas sorpresas.
Porque el Mundo había
cambiado en apenas setenta horas.
A la pérdida de la cuarta flota norteamericana no sirvió
como desagravio la promesa de detención o fusilamiento de este o aquel culpable. Porque cuando la noticia de la pérdida llegó a Washington cayó con tal
estruendo que las palomas salieron volando asustadas dejando el trono de la primera
potencia mundial en las garras de los halcones.
Y los halcones pedían sangre, y la televisión pedía sangre,
y el pueblo pedía sangre. Y nublados los sentidos por el rojo de la venganza,
cientos de misiles nucleares salieron lanzados hacia el pérfido enemigo. Los
sistemas de defensa se activaron, los contraataques se pusieron en marcha y en
pocas horas ambos contrincantes daban golpes al vacío cual boxeadores sonados y
maltrechos.
Y las televisiones dejaron de emitir. Y los
ciudadanos dejaron de clamabar. Y la desgracia
del Norte se superpuso como siempre a la del Sur.
Cuando Stella, Nicolás, Lucas, Encarnación, los policías y
los superhéroes Tetsu Watanabe y Jean-Baptiste LeGrand fueron por fin rescatados,
muertos de hambre y frío, flotando sobre una improvisada balsa de troncos, el
drama importante no era ya el suyo, sino la pérdida de la cordura en el Mundo.
Al segundo día de conflicto, China intentó que los
beligerantes recuperaran el sentido, y para ello tuvo que solicitar permiso
para atracar una de sus naves en la Estación Espacial Internacional. Sus
tripulantes, rusos y americanos horrorizados por el caos que se estaba
desplegando bajo sus pies, accedieron a esa inusitada visita.
Fue la primera conferencia de paz que se celebró en el
espacio. Desde allí, la contemplación del mundo precipitándose en el abismo
impulsó a los astronautas a tomar la iniciativa. Los gobiernos de Estados
Unidos y Rusia refugiados bajo toneladas de roca pudieron escucharse gracias a
la intermediación de cuatro hombres y una mujer de tres continentes.
Y la guerra terminó.
Y la guerra terminó.
Fue la guerra más rápida y destructiva jamás imaginada. Las
costas este y oeste, así como el norte industrializado de América y los enclaves
militares de ésta por todo el mundo habían sido reducidos a la nada. Millones
de vidas habían desaparecido en horas, consumidas por el fuego infernal.
En Rusia, la República Rusa había desaparecido casi por
completo, sólo Siberia y las repúblicas centro asiáticas parecían haber
sobrevivido.
China, intacta, tenía ante sí un futuro incierto. Su
capacidad de producción de bienes de consumo no le serviría para nada en un
mundo sin infraestructuras, sin alimentos ni consumidores.
El Mundo había cambiado en setenta horas.
Mientras estas cosas pasaban en el Norte, en los restos de
Ushuaia, Tetsu Watanabe, sabedor de la casi segura pérdida de su esposa y su
hija pequeña en el apocalipsis nuclear, necesitó de toda su voluntad para
levantar la cara y mirar al horizonte. Porque todo superviviente había perdido
su pasado. Probablemente habrían ardido en las llamas de la locura sus padres,
sus hermanos y sus amigos: Yuutu, el Notario, el comisario Gallardo, el viejo
De la Fuente, la imprevisible Peligro, la bruja Maru y sus estudiantes, Manolo el
del bar…
Jotabé fue el primero en reaccionar. Pareció ignorar la
desgracia personal dedicando toda su increíble fuerza a ayudar a los
supervivientes. Instalando el primer campamento de refugiados, localizando
médicos, fontaneros, albañiles. Transportando madera, víveres, ayudando a
reflotar algunas embarcaciones de pesca. Fue así como encontró en el destrozado
puerto de Ushuaia a los tripulantes de un viejo batiscafo. Un joven ruso y un
cincuentón de Pamplona.
Cuando le llegó a sus oídos la aparición de tan extraña nave
cargada de extrañas historias, corrió entre los escombros como alma que lleva
el diablo. Logró acercarse a ellos y escuchó lo que contaban. Y luego lo volvió
a escuchar ante Watanabe y los otros.
Así supieron que Antonia y Paco habían hecho un último
esfuerzo por salvar al Mundo. Fueron los únicos en creer lo que aquel par de
físicos contaba y fueron los únicos que les abrieron las puertas de sus
corazones, porque ya pertenecían al reducido grupo de humanos que habían visto
y hablado con La Ninja.
Shishkin y Bermúdez se quedaron allí, ayudando a reconstruir
aquél rincón apartado de la Tierra, lejos del infierno del Norte. Quizá algún
día podrían volver a él, cuando pudiesen caminar por sus valles y beber el agua
de sus arroyos. Cuando de nuevo existiera un futuro.
Pero esa es otra historia.
F I N
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