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Los santuarios egipcios no eran como los templos de la
antigua Grecia. Más bien eran como la Ciudad Prohibida de los emperadores
chinos. Un lugar cerrado, sólo visitable ante ceremonias esporádicas, siempre
bajo el control de los monjes.
En ellos se almacenaba el grano que se recogía cada año
durante la crecida del Nilo. La curia mantenía un férreo control sobre él, bajo
la autoridad del faraón. Todo Egipto pivotaba en torno a esos tres elementos:
el Nilo, que con sus crecidas volvía fértiles las riveras, el Templo, que guardaba
y distribuía el grano recogido y el faraón, representación de un dios y
materialización de su poder absoluto.
Y así, hace miles de años, se producía ya la disposición
triangular que ha llegado hasta nuestros días: poder político, economía y
religión. No siempre ha sido una convivencia agradable. Cada uno de los tres
vértices de ese triángulo ha intentado quedarse con todo el pastel en muchas
ocasiones. Pero eso nunca ha funcionado. Nunca ninguno de ellos ha podido arrebatar
a los otros dos su esencia, su leitmotiv.
Las religiones siempre se han pegado al poder para
manipularlo mientras que este hacía lo propio con la economía. Por último, la
economía siempre ha tenido la necesidad de la religión para aparentar cierto
corazón. En el antiguo Egipto, los tres poderes estaban extremadamente cerca,
por eso la civilización egipcia funcionó durante milenios.
Hoy en día, viendo los gruesos muros que guardaban el
grano junto a los dioses se tenía la extraña sensación de no estar en un
templo, sino en un banco o en un bunker. Y esos muros impedían ahora que el
estridente sonido de la alarma se oyera ni siquiera tímidamente en el despacho
de Hideiki, otrora las dependencias de algún sumo sacerdote.
Una pequeña luz roja parpadeaba en el escritorio mientras
Al Galeb, Manuela y el japonés conversaban improvisadamente junto a la puerta,
de espaldas a aquella.
-¿Y bien?
-Mis jefes están convencidos, ahora toca actuar.
-Perfecto.- Dijo entusiasmada Manuela.-¿Qué quieren que
hagamos?
Como si la voz de la pérfida y diminuta hispanoalemana no
hubiese sido la que había formulado la pregunta, el qatarí siguió hablando a
Hideiki.
-Dijo usted que sólo necesitaba una orden estratégica,
que de la táctica y el operativo ya se encargaban ustedes.
-Entiéndalo. Sólo nosotros conocemos bien el potencial de
la Milicias, así que sólo nosotros podremos saber cómo desplegarlas para
cumplir con el deseo de nuestro cliente.
-Una última cosa.
-Dígame.
Manuela había percibido perfectamente que al cliente ella
no le gustaba en absoluto. A ella tampoco le gustaba él, tan pijo y relamido.
Pero a lo largo de los últimos años había aprendido a esperar su momento, así
que permaneció callada y a la escucha, como una sumisa dama saudí.
-¿Estarían dispuestos a ofrecer sus servicios al enemigo?
-¿A qué enemigo se refiere?
-A nuestro
enemigo.
Hideiki guardó unos segundos de silencio. Sabía que en
aquella respuesta podía jugarse el negocio y, si ésta era inadecuada, recibir
una orden ridícula, con unos objetivos falsos, de forma que la orden estratégica
fuese una distracción por culpa de la cual sus jefes moverían incorrectamente
sus piezas en el tablero mundial alejando así el triunfo de la causa de su
organización.
De pronto todo dependía de una sencilla pregunta.
Manuela también había estado en Hanover, en la reunión
donde les habían indicado cuál era su propósito en esta operación.
Evidentemente no era el dinero: ni con todos los
petrodólares del Golfo se hubiera podido costear la operación de la Milicias.
Su objetivo era precisamente conocer cuál era el objetivo real del cliente, en
cierto modo, cuál era su enemigo. Y Manuela
ardía en deseos por saberlo, por intuirlo, antes incluso que Hideiki.
-Bueno.-Se mostró tímido.-Me pone en un compromiso. No le
voy a negar que nuestra organización es una empresa comercial y, evidentemente,
no puede renunciar a los negocios que le surjan.-Intentaba elaborar una media
verdad, mucho más creíble que una mentira.
-¿Es esa su respuesta?
-No, no. Espere. Déjeme terminar.
Al Galeb se giró hacia la mesa con intención de tomar una
silla y descansar de una vez cuando vio la luz parpadeando en el escritorio.
-¿Qué significa eso?
Hideiki y Manuela se echaron mil reproches con la mirada.
En ese momento la luz se apagó.
-Es… Es un indicador de comprobación, nada importante.
Tome asiento si así lo desea.
Con cierta desconfianza, Al Galeb se acercó a una de las
sillas, la giró y se sentó de cara a los otros dos echando antes una última
ojeada al escritorio para comprobar que la luz no volvía a encenderse.
-Bien. Tenía ganas de doblar las piernas. Creo que ha
sido el rato más prolongado en el que he estado de pié, sin desearlo.
Hideiki le hizo un gesto a Manuela para que abandonara el
despacho y se acercó a la otra silla para sentarse frente al cliente. La
pérfida enana se tuvo que tragar sus ansias de saber y acató la orden como si
fuera idea suya.
-Yo, si me disculpan, creo que no hago falta aquí. Iré a
continuar con mis quehaceres.
-Ha sido un placer, señorita.- Dijo el qatarí en perfecto
español.
-El placer ha sido mío.-Le contestó Manuela en inglés
girándose y saliendo por la puerta. Cuando de nuevo estuvieron a solas, el
japonés miró sonriente al qatarí y le preguntó cómo si tal cosa: -Bien. ¿Por
dónde íbamos?
··
Manuela, tremendamente irritada por la desfachatez de Al
Galeb, la argucia de Hideiki y la torpeza de la tropa, activando la alarma en
plena negociación, entró como medusa en
la sala de control donde todos se movían de un lado para el otro a toda
velocidad.
-¿¡Qué coño ha sido eso!?-Su grito sonó como el chirrido
de una rata.
-Doctora. Ha habido un problema. Le ruego mil disculpas.
-¡Métase las disculpas donde le quepan!¿Qué coño ha
pasado?
-En el quirófano 3, uno de los reclutas ha intentado fugarse.
-¿Cómo?-Manuela parecía no atenderle. Sus manos movían
los controles de la mesa-pantalla con avidez, activando las cámaras del quirófano,
de los pasillos, de la explanada, comprobando por sus propios medios que todo
estaba en orden.
-Un negro, al parecer la droga no le había hecho efecto.
-Pero, por lo que veo todo está bajo control.
Los colaboradores que había congregados en torno a
Manuela y la mesa agacharon la cabeza y guardaron silencio. Manuela tardó un
microsegundo en detectar el mensaje.
-¡¿No?!
El que había hablado al principio hizo acopio de coraje
para contestar.
-De alguna forma inexplicable ha desaparecido. En las
narices de los guardias.
Un escalofrío recorrió el diminuto y ponzoñoso cuerpo de
la doctora.
-¿Así, sin más? ¿Ahora está y de repente, ahora no está?
El paramilitar quedó perplejo. No, no era una pregunta
retórica, ni con sorna. Preguntaba sinceramente si eso era lo ocurrido, dándole
visos de verosimilitud, lo que indicaba que de algún modo lo había visto con
anterioridad.
-Si qui… quiere puede ver la grabación de las
cámaras.-Atinó a decir alarmado ahora, con la certeza de que estaban ante algo
desconocido pero real.
-No hace falta.-Levantó la mirada hacia el grupo que la
rodeaba y les miró fijamente a los ojos.
-Sellen el recinto, inmediatamente, pero por el Führer no
activen la alarma.
Veinte manos cayeron simultáneamente sobre la pantalla y
empezaron a desplegar controles, indicadores e imágenes en miniatura.
Manuela dio la espalda a la actividad frenética de cerrar
a cal y canto el santuario y miró hacia la cúpula del silo donde imágenes de
hombres con cabeza de chacal la contemplaban impertérritos mientras parecían
susurrarle: “La Ninja está aquí.”
-Teniente.- Dijo al operador que tenía más a mano.
-¿Doctora?
-Prepare el helipuerto de emergencia y dirija allí al
helicóptero antes de que se sellen las puertas.
-Ya lo estaba haciendo, señora.
-Eso está bien. Hacen falta gente como usted. ¿Cómo se
llama?
-Teniente Schwarzschild, señora.
-Un apellido con futuro, teniente. Recuérdemelo cuando
todo esto haya pasado.
-Así lo haré, señora.- Y se volvió para seguir tecleando comandos.
Dos gigantescas hojas de metal empezaron a moverse a
ambos lados de la grieta que daba entrada a la explanada iniciando un recorrido
que las llevaría a encontrarse la una con la otra, cerrando la entrada del
complejo. En la explanada, el helicóptero empezaba a mover los rotores mientras
aún era remolcado por un robusto tractor de bolsillo hacia el centro, bajo la
severa mirada del dios Horus.
-Como le decía, señor Al Galeb, nuestra compañía no tiene
ningún perfil ideológico.- Mintió.
-Ninguna opción nos parece mejor o peor. Sólo somos una
compañía privada que trabaja por dinero. Una empresa más. Ustedes mismos ya han
contratado nuestros servicios de suministro, logística, soporte y recursos
humanos en otras ocasiones, según tengo entendido.
-No exactamente. Su compañía no es la misma con la que
nosotros hemos trabajado anteriormente.
-Los nuevos dueños tienen la misma filosofía.
-Ya. O sea, que podrían facilitar recursos a nuestros
enemigos en mitad del enfrentamiento.
-Yo no he dicho eso.- El japonés cogió una tableta de su
escritorio y la activó colocándola para que su interlocutor pudiese verla.
-Permítame que le hable de las cláusulas de nuestro
contrato Titanium.
Hideiki no había disfrutado tanto con una pantomima como
lo estaba haciendo en ese momento. Una de las técnicas para asegurarle al
cliente lealtad era que la pagara, y eso era lo que le iba a ofrecerle. Eso sí,
en un contexto en el que la seguridad legal brillaba por su ausencia y la
fuerza estaba de su parte. Evidentemente, aquella estrategia no había salido de
las cuadriculadas mentes de japoneses o alemanes. Tenía un sello
inequívocamente mediterráneo.
-Con un incremento inicial de un 20%, usted y sus jefes
se aseguran de que una hipotética solicitud de servicios a nuestra compañía
durante el enfrentamiento, viniese de donde viniese y fuera para lo que fuera,
sería puesta en su conocimiento y valorada por ustedes con objeto de poder
acceder a la prestación o denegarla, con el consiguiente abono de los costes
perdidos en la operación.
-Interesante. Pero eso puede llevarnos a la aparición de
solicitudes inventadas con el propósito de ganar más dinero.
-Tendría que confiar en nosotros y nuestro indudable
propósito de salvaguardar nuestra reputación.
Al Galeb pensó un instante. Se le veía seguro, tranquilo.
Probablemente tenía suficiente capacidad de negociación.
-Está bien. Contrataremos la cláusula…
-Titanium.
-Perfecto. Este mundo del tráfico de armas y mercenarios
ha cambiado mucho.
-La globalización nos fuerza a ello.
-¿Dónde puedo ordenar la transferencia?
-Le dejo en el despacho con mi ordenador, para que
trabaje con seguridad. Ahora, si puede decirme el objetivo estratégico para que
podamos ir realizando los movimientos previos ahorraríamos mucho tiempo.
Al Galeb tomó la tableta y movió sobre ella los dedos
hasta lograr entrar en el servidor de mapas. Movió la imagen para mostrar una
zona concreta del globo. Luego señaló un punto de la pantalla.
-Hay que provocar un enfrentamiento terminal en esta zona.
Sin posibilidad de armisticio ni acuerdos de paz. ¿No sé si me entiende?
-Perfectamente.- Hideiki miró donde señalaba el dedo de
fina manicura del qatarí y sonrió satisfecho.-Quiere decir crear auténtico odio
exterminador. No se preocupe, seremos capaces. Aunque quizá, deberíamos
renegociar el importe, es un objetivo muy ambicioso.
-Ustedes inicien el conflicto con lo ya acordado y
hablamos dentro de una semana.
-Perfecto.- El japonés se puso de pié y ejecutó una
reverencia un poco más exagerada de lo correcto, en realidad ya tenía lo que
quería, lo demás, bueno, quizá dentro de una semana sería demasiado tarde.-Nuestro
acuerdo será fructífero para ambas partes, no le defraudaremos.
···
El helicóptero salió casi en el último momento por la
estrecha franja que aún quedaba de abertura. Ya era noche cerrada en el norte
de Sudán cuando emprendió un rápido ascenso vertical hasta llegar a la altura
de la meseta que coronaba el complejo. Sobrevoló la gran malla de acero y
trozos de tela color tierra que lo cubría hasta llegar a un pequeño rellano que
ahora estaba indicado con radiobalizas, visibles solo en la pantalla de radar.
Casi en la misma maniobra, el helicóptero tomó tierra y detuvo sus rotores.
En el interior del complejo, a pesar de no estar activada
la alarma, los soldados occidentales, en su mayoría de origen alemán, corrían
de un lado para el otro buscando al milagrosamente desaparecido prisionero
mientras Manuela Klein y su camarilla de suboficiales contemplaban a cámara muy
lenta la grabación del ascensor de quirófanos justo en el momento de la
desaparición.
-¡Para ahí!
Una sombra oscura parecía emborronar una parte de la
imagen congelada de Obama y los guardias. En el siguiente fotograma, la sombra
oscura se volvía más grande para desaparecer en el siguiente. El ascensor había
quedado vacío.
-¡Mierda!-Dijo la doctora alejándose de los demás.-¡Mierda,
mierda!
-¿Qué podemos hacer?
-Apliquen todas las medidas de alerta máxima, sin activar
la alarma sonora hasta que nuestro invitado sea evacuado. ¿Los milicianos están
a buen recaudo?
-Ahora deben estar en éxtasis, les hemos doblado el
aporte de morfina.
-Correcto.
Hideiki apareció preocupado.
-¿Qué ocurre?¿Por qué se habían activado la alarma?
-¡Uf…!- Resopló la doctora.-Es largo de contar. Pero todo
se resume en esta frase: La Ninja de los Peines está aquí.
-¿¡Cómo!?
-Tranquilícese, doctor. Lo primero que tenemos que hacer
es llevarnos a nuestro cliente. El helicóptero está en el helipuerto de
emergencia, suban y váyanse cuanto antes. Intentaremos sellar todas las
salidas.
-Cierren también esta sala, no podemos dejarla entrar
aquí bajo ningún concepto.
-En cuanto salgan ustedes.
-Bien, voy a por Al Galeb.
-Doctor.-Interrumpió una joven vestida de militar.-La
transferencia ha sido confirmada.
-Perfecto. Activen el plan original.
-¿Entonces, es tal y como pensábamos?
-Si… con algunas diferencias que no son importantes. Nos
mantendremos en contacto.
Manuela miró alejarse al japonés con cierta envidia. No
le apetecía quedarse de responsable de aquél complejo con la Ninja merodeando
por allí. Hideiki se volvió un segundo, como si le hubiese leído el
pensamiento.
-Piense en positivo, doctora, a lo mejor esta es la oportunidad
que estaba esperando.
-Esperemos, doctor, esperemos.
Watanabe intentaba entenderse con Obama. En inglés, en
español y hasta en japonés. La cara del negro no era de incomprensión de sus
palabras, sino de lo que acababa de pasarle: en un segundo estaba en el
ascensor, a punto de ser acribillado a balazos, y en el siguiente estaba allí, a
cuarenta metros del suelo, en un saliente protegido por una balaustrada de
roca, justo detrás de la cabeza de Horus.
-No debes moverte de aquí. Volveré dentro de poco.
-Oui,
oui… Je vais rester ici. No problem.
El falso guardaespaldas de Hideiki lo miró con
resignación, ese no problem no le
tranquilizaba en absoluto. De pronto un tumulto de voces y disparos le hizo
asomarse por a la explanada.
-Que… qu'est-ce?
-Shhh!
En la salida del ascensor de quirófano, un grupo de
guardias parecía luchar contra una bestia que daba mamporros a diestro y
siniestro. La luz roja que iluminaba todo desde hacía un buen rato no dejaba
mucho a la vista, entre otras cosas, no permitía a Tetsu ver que el que daba
las leches era pelirrojo. El japonés miró el reloj. Ya debía de estar junto a
Hideiki, o allá donde estuviera el helicóptero, pero no podía dejar a ese tipo
solo, como no pudo dejar a Obama. Aunque éste parecía no necesitar ayuda.
-Un momento, ahora vuelvo.- Y desapareció.
Obama se quedó boquiabierto mirando al vacío un rato,
como esperando a que lo que estaba no-viendo
volviese a aparecer. Y apareció, aunque acompañado de un gigante que se movía
como una máquina de dar golpes.
-Shh… quieto, quieto… Soy yo, Watanabe.-Dijo el japonés
alejándose con rapidez.
Jean-Bapatiste se detuvo resoplando como un toro. Miró alrededor,
vio al incrédulo Obama y a su compañero, vestido con un traje algo arrugado y
manchado. También parecía respirar entrecortadamente.
-¿Tetsu? ¡Dios mío, menos mal, no creo que pudiera
aguantar mucho más!
-Desde luego. ¿Y la Ninja?-El guardaespaldas parecía algo
irritado.
El francés se dejó caer agotado, tardó unos segundos en
contestar, mientras se tranquilizaba.
-No lo se. En Wadi-Halfa me atacaron unos tipos y me
sedaron, luego me desperté ahí abajo… no tengo ni idea de donde estoy ni qué
día es.
-Estás en el sitio indicado en el momento oportuno, sólo
falta la Ninja.
-¿Crees que podría llegar aquí sola?
-No lo sé. Estoy deseando llamar a la fundación, pero me
lo han prohibido. – Watanabe se alejó enojado hacia la balaustrada.-Estoy un
poco harto de no saber qué hacer, pensaba que vosotros tendríais las cosas más
claras y fíjate.
-Comme tu t’appelle?- Oyó decir a sus espaldas.
-Ne riez vous, mon nom est Obama.
Jean-Baptiste sonrió cansado.
-Jean-Baptiste, un ami.
-¿Qué charláis?
-No te lo vas a creer. Nuestro amigo se llama Obama.
-Nuestro amigo huele a mierda y orines.
-Sí, apesta un poco.-Lo miró y le volvió a sonreír.- ¿Qué
vamos a hacer?
-Yo he de seguir con la actuación, vosotros deberíais
esperar aquí a que aparezca la Ninja.
-¿No puedo hacer nada?
-¡Ni lo sueñes!- Dijo el japonés agarrando la balaustrada
con las dos manos para saltarla.-Esto es un enjambre de tipos armados hasta los
dientes, no durarías ni un segundo.- Y desapareció.
- Com…
comment faire cela?
-Il est
très rapide!
-Très, très rapide…
-Oui… très, très rapide.
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