-Joder tío, cuando sólo nos quedaban 30 minutos de turno.
-A éste lo ventilamos rápido, creo que sé quién es.
-Por cierto, ¿qué le pasa al doctor?, no le oigo quejarse por el traqueteo.
-Probablemente será otra la que se esté quejando por el traqueteo.
Ramón, alarmado, descorrió la protezuela del ventanuco que separaba la cabina de la ambulancia de la parte de atrás.
-¡Me cago en la leche! ¿Dónde cojones está Vicente? - el resplandor naranja en la cara de Manolo no ocultaba su sonrisa cómplice – Digamos que le ha surgido una “ocasión”.
No era la primera vez que iban de servicio sin el doctor Vicente Moya. Claro, Moya. Moya no desaprovechaba ninguna “ocasión”, y ésta tenía los ojos azules, una bata de 4 tallas menos y unas patorras que ya las quisiera para él Cristiano Ronaldo.
-Pues esperemos que no sea grave.
-¡Qué va...! Además hacemos lo de siempre, lo cogemos, lo llevamos a urgencias y firmamos el parte de ingreso por Vicente. Sin problemas.
Manolo y Ramón eran el dúo dinámico. Bueno, ya, pero estos dos también eran el dúo dinámico. Porque tenían una cantidad de tinglados montados por el hospital que era un no parar. Vicente, el médico del equipo, era otra cosa. Era SU cosa. Una cosa muy grande..., y popular.
La ambulancia se introdujo en la barriada de Torreblanca como un bisturí en unas carnes prietas, con dificultad, aunque Manolo conducía con soltura, tanta como la de su enorme barriga.
Ramón, calvo, con gafas, canturreaba a Sergio Dalma con las lágrimas saltadas, era un sentimental. Manolo conectó la sirena en el modo: “dejarmepasoqueestoymulocoostias!”, que era un modo muy contundente.
-Vega ya, Manolo, no pongas la sirena, si no hay nadie.
-¡Que se jodan, que no se pongan enfermos!
-Ya, pero ahora venía la parte de la canción más bonita.
-Pues súbelo.
Entre la sirena y el volumen de la radio parecía que había llegado al barrio la caravana de Pinpinela cuando el vehículo enfiló la calle Marinaleda. De pronto, la furgoneta clavó el morro frente a una casa donde una señora pasaba frío envuelta en una guatiné celeste roto.
-Es aquí- dijo Manolo apagando la sirena, la radio y las luces, todo de un solo movimiento. Jodío Manué, qué habilidoso.
-¡Ay, menos mal! - dijo la señora como si hubiese llegado el del butano y ella estuviese “mu falta” - Por favor, dense prisa, que mi marío está malísimo.
Manolo miró socarrón a Ramón mientras sacaban una carretilla de Cruzcampo de la ambulancia: los recortes. - Su marido otra vez, ¿ésta será de verdad, no?
-¡Ay, Dios mío! - dijo ella hecha un amasijo de sufrimiento – Esperemos que si.
Mientras intentaban subir los dos con la carretilla por la escalera más estrecha y llena de puertas entreabiertas del mundo, Ramón recordó el sitio. “Coño éste se llamaba Camacho, el Tristambeiker de Torreblanca”.
Camacho era un, triste, un tipo que trabajó una vez, hace mucho tiempo en la Uralita, no más de 15 días. Pero se enteró de lo del amianto y se dio de baja por problemas respiratorios.
Y hasta ahora. Uralita duró menos que él. Lo de Tristambeiker se lo llama su familia.
-¡Ay! - gemía Camacho - ¡Que malo estoy!
-¡Calla cabrón! - le decía una anciana que se ocultaba en las sombras de un salón minúsculo mal iluminado por la teletienda de un enorme televisor de plasma.
-Bueno Sr. Camacho, ¿que nos vamos otra vez para urgencias? - dijo Manolo mientras colocaba la carretilla. - Estoy mu malo, malo de morirme -
-¡Pues a ver si es verdad, coño, que no dejas dormir a la gente! - se oyó una voz zarrapastrosa desde algún lugar lejano.
Tanto amor, tanto cariño familiar dejaba a Sergio Dalma con una mano delante y otra detrás, eso era evidente, pero lo que pasa es que Ramón no se daba cuenta y seguía erre que erre con la música:
“[...] Mi noche es esta noche,
te subes en mi coche,
me voy acelerando momento por momento. [...]”
te subes en mi coche,
me voy acelerando momento por momento. [...]”
-¿Qué pasa ahora?
La entrada de urgencias estaba llena de gente, de gitanos, para ser más precisos. Había gitanos gordos y gitanos delgados, gitanos y gitanas, gitanitos, gitanillos y gitanoides (medio payos medio gitanos). Todos ellos con su abundante ración de oro.
-Hoy tenemos Visita Vaticana.
Así es como llamaba Ramón al momento sublime de las Urgencias: cuando ingresaban al “Paaapa” y venía toda su estirpe. Encendió las luces naranja pero nada. Los gitanos protestaban: “¡Ay el payo saborío...!”, “¡Que me va a mata al Yónatan!”, “¡A vé si te va a enganchá los cuernno!”, lo normal. Manolo echó la ambulancia a un lado que le pareció razonablemente seguro y embridaron al de Torreblanca a una camilla.
Las urgencias no estaban abarrotadas, estaban acolapsadas, es decir, lo siguiente. Como si de una pista de autos de choque se tratase, Ramón, que llevaba muy bien lo de ser camillero de competición, sorteó familias, sillas de rueda, carritos de suero, enfermos en bata, enfermeros, mariquitas aterridas, guardias de seguridad, familiares somnolientos, papeleras llenas de basura, máquinas de café, niños mugrientos, pijas venidas a menos, canis desencajados, borrachos taciturnos, y por fin, así, como un águila localiza en la lejanía a un pobre y minúsculo ratón, Ramón entrevió un resquicio al final de un pasillo: El aparcamiento de Tristambeiker.
-Quillo, ¿has entregao el parte? - dijo de vuelta al follón del vestíbulo.
-No, pero mira quién está ahí.
Vicente salía abrochándose la portañuela de un cuarto de lencería. Los camilleros, con una sonrisa en los labios, se echaron sobre el doctor Moya (ya, ya lo se...).
-¿Cómo ha ido la cosa? - dijo Manolo pasándole el parte de aquella manera.
-Religiosa. - Contestó lacónico el doctor, mientras firmaba sin leer.
Eso significaba que la de los ojos azules era de las de “Dios mío... Dios mío...” Bien, la cosa había ido bien.
Mientras tanto, cuando Manoli pasó junto al rincón del señor Camacho, éste, mirándola de reojo emitió un “¡Ay!” lo suficientemente alto como para que se pudiese escuchar con el follón del fondo.
-¿Qué la pasa buen hombre?
¡Uf! Tristambeiker había tenido suerte, le había tocado la MIR más nueva y tierna de urgencias. El no sabía aún que Manoli no era lo que parecía.
-Me estoy muriendo, me estoy muriendo y no saben porqué. -
-¿Pero usted que siente?
-Algo en mi cabeza, algo muy malo.
-Espere un momento, que localizo al doctor.
Manoli se zambulló literalmente en la marea humana del vestíbulo y el Sr. Camacho suspiró: “Mierda, a esta no la vuelvo a ver”. Pero no pasaron más de cinco minutos cuando dos enfermeros, de los de veinte trienios, cogieron la camilla y lo introdujeron en las entrañas del Hospital a toda velocidad. Las puertas de compás se abrían y cerraban a golpes y Tristambeiker veía pasar las luces del techo desde arriba a abajo, como en las películas de hospitales. Era el único momento en el que la angustia penosa que le atenazaba se relajaba un poco, cuando él era el centro y le iban a hacer pruebas médicas. Casi podía rozar al euforia, lo que en su caso era decir mucho.
-TAC cuatro. Rápido. - escuchó decir; las palabras le acariciaban los oidos.
-¿Dónde está el operador? -
-Ni idea, tú mételo en el TAC y larguémonos, que seguro que nos hemos perdidos dos goles.
El túnel del TAC envolvió a Tristambeiker como una gigantesca vagina de plástico, podía escuchar su respiración, podía notar la cercanía de las paredes, estaba en su momento. Suspiró y empezó a juguetear con su subsconsciente, empezó a soñar.
Manoli entró en la sala de control. No había nadie, aunque un paciente estaba preparado. Miró la consola del TAC. Miró a ambos lados, sintió cómo un torrente de adrenalina inundaba su cuerpo. Respetuosamente tomó asiento frente al monitor como si fuese el Capitán Nemo y aquello su órgano (entiéndame).
En un recuadro veía el interior del cilindro de resonancias. Las manos le sudaban mientras flexionaba los dedos como lo haría un ladrón frente a una caja fuerte.
Pulsó el botón de ON, un zumbido de baja frecuencia surgió del interior del TAC. Giró dos botones y dos gráficas en el monitor ascendieron hasta la zona naranja; Manoli sonreía con placer mientras subía de potencia el aparato, el zumbido se volvió más apremiante. Imágenes del cerebro de Camacho empezaron a desfilar por la pantalla como rodajas de salchichón. La MIR las miraba queriendo entender lo que veía, "¡Falta potencia scotty!" se dijo, y movió de nuevo los botones, el zumbido subió nuevamente de frecuencia.
De pronto, una luz roja empezó a parpadear:”¡Bong!, ¡Bong!, ¡Bong!”, “Mierda”, penso, “y ahora qué”: Over Cooking.... “¿Over Cooking?... ¡y qué coño es over coocking! “ pensaba mientras paseaba la mirada perdida por el tablero presa de los nervios. De pronto, allí estaba, “OVER COCK”, eso era... tenía que pulsar eso. Lo pulsó.
La explosión debió de oírse en el vestíbulo e incluso en la calle. Una nube de humo llenó la sala de TAC hasta la pantalla de cristal que le separaba de la sala de control. Manoli se levantó lentamente, volvió a dejar la silla en su sitio y salió al pasillo recomponiéndose la bata... “¡Uff...! Casi.” Enfiló el pasillo hacia el maremagnun de gente que corría de acá para allá y se tranquilizó: “La próxima vez lo harás mejor, Manoli”.
Salió tan rápido que no pudo ver la figura ennegrecida que se escurrió hacia afuera del TAC. Tristanbeiker había cambiado. Bueno, más bien había empeorado. Porque si antes era una piltrafilla, ahora era una piltrafilla requemada con una cabeza como el bombo de una lavadora. La angustia se había vuelto a apoderar de su alma, pero ahora además había incorporado una malaleche de no te menees. Su enorme cabeza, recorrida por una extraña y pulsante red de vasos capilares podía notar a la gente, al entorno, era como el radar de un portaaviones, más o menos. Sin darse cuenta de su desnudez y su aspecto de teletabi negro abandonó la sala del TAC. Apareció en el vestíbulo y provocó que el dispositivo de evacuación se quedara petrificado.
El de Torreblanca los miró con odio, todas esas personas, llenas de esperanza, ganas de vivir, alegrías, estaban ahora alarmadas, atemorizadas, deprimidas observándole. Observando a una minúscula figura oscura, desnuda y quemada, y con un cabezón del 15 que los miraba con odio. Tristambeiker extendió parsimoniosamente sus manos hacia la multitud y deseó, deseó con todas sus fuerzas que se jodieran vivos. Así son los malos, ya se sabe.
Y una sucesión de invisibles ondas de mal rollo invadió la sala. Los guardias de seguridad empezaron a gimotear mirándose unos a otros sin consuelo; las mujeres se vinieron abajo, dejando de discutir con los médicos, que también se pusieron a llorar; las enfermeras daban hipidos de angustia aunque seguían estando que te cagas; los gitanos siguieron lloriqueando como antes, pero como más sentío, más de verdad; los mariquitas se daban golpes de pecho, unos a otros, que ya se sabe que los mariquitas aprovechan cualquier ocasión para dar por culo; los borrachos babeaban intentado contar lo tristes que estaban aunque sin conseguir hacerse entender; los canis dejaron de estar tensos e incluso, creo que engordaron un poco. Aquello se convirtió en el paraíso de un psicólogo: todos empezaron a llorar como magdalenas mientras no tenían ni ganas de ponerse a salvo, ni ganas de vivir, ni de ná. Tristambeiker se acercó a un enfermo y le robó la manta que lo cubría... tranquilamente salió a la calle envuelto en la manta y en la PENUMBRA.
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