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Asilah es un pequeño pueblecito de la costa atlántica de
Marruecos de pequeñas casitas blancas entre algunas fortificaciones de la época
Andalusí y vestigios del colonialismo español.
Sus estrechas callejuelas con sus pulcras fachadas
blancas de ventanales y puertas color añil se apiñan entre un cielo diáfano,
azul, intenso como su mar y un territorio árido y hostil.
Sin embargo, sus gentes son afables y risueñas, aunque
aparentemente, no tengan nada de lo que alegrarse.

En verano, en cambio, Asilah se llena de gente de muchos
lugares del mundo, principalmente españoles y franceses que bajan al moro a por un poco de
tranquilidad ancestral y algunas españolas y francesas, que van en busca de su particular pasión turca.
A mitad del verano, en agosto, un par de conciertos del
Festival de Música Andalusí de Tetuán despiertan el interés de todo el país por Asilah: Ministros, empresarios, personajes destacados de la cultura y la
jet set marroquí se dan cita junto a sus playas para disfrutar de unos días de
sol, música y negocios.
Los marroquíes, y los magrebíes en general, son muy
amigos de hacer transacciones en medio de la algarabía de la fiesta, por eso,
en estos dos días, este pequeño pueblo pescador se convierte en el centro neurálgico del Magreb,
castigado por un sinnúmero de enfrentamientos jaleados por los
mismos extranjeros que hace apenas unos meses apoyaban a los déspotas que ahora
pretenden combatir.
Los cafetines del centro del pueblo, rebosantes de
moriscos ataviados con pulcras chilabas de colores claros, se convierten en
una lonja de discusiones exageradas que albergan negocios de miles de dólares.
Pero el espectáculo debe continuar, y mientras los
comerciantes hacen su trabajo, a unos centenares de metros, en los improvisados
camerinos del Auditorio Rey Hassan II, los artistas se preparaban para la
salida a escena.
Sobre las aceitosas paredes de azulejos blancos de lo que
debería ser la cocina, los organizadores del festival habían colocado
unas cuantas perchas, algunos espejos sobre los mostradores de estantes
repletos de cuencos y cacharros y algunos taburetes. Las bailarinas, siempre
atentas a su aspecto, aprovechaban bien esa escasa infraestructura agolpándose
junto a los pocos lugares que permitían maquillarse. En ese caos, Paco
el Camboyano y Diego el Chiclana vagabundeaban colocados hasta las cejas.
-¿Habéis visto mi guitarra?
-¡Ay Paco…!- Una chica se ponía los
peinecillos en el pelo luchando por el espacio con una compañera que intentaba
meterse en el vestido.-¡Si dejaras de fumar eso que fumas!
-No te metas donde no te llaman… ¿Luisa?
-Lucía, me llamo Lucía, y no sé cómo no dudas porque
anoche no dejabas de llamarme.
-Luisa o Lucía, qué se yo, tengo muchas cosas en la
cabeza. ¿La has visto?
-Mira, ¿no es aquello el palo de tu guitarra?- Diego el
Chiclana hablaba a cámara lenta bajo los efectos del hachís. Pero allí estaba el
mástil del instrumento, sobresaliendo entre los volantes de unos trajes que
colgaban de la pared.
-¡Esa es!-Paco miraba cómo podría acercarse entre tanto trasto. Diego pegó un traspiés y casi cae.
-¡Ofú, quillo! ¡Qué agobio!
-Anda, vete para afuera, no vaya a ser que largues
encima de todo esto.
-¡Eso…humo!
-Sí, venga, los que no sean artistas afuera.
Las chicas parecieron revelarse de golpe y Diego, hombre
más de mar que de tierra, se dirigió a la salida sin rechistar mientras Paco se acercaba a su guitarra caminando entre los chismes como una gallina
entre polluelos.
-Menos mal que hoy nos largamos de aquí.
-Sí, total, ya hemos comprado lo que queríamos.- dijo
Diego pasando junto al encargado del atrezzo, un funcionario marroquí gordo y
labiudo que parecía más interesado en vigilarles que en atenderles.
“Este Chiclana no es más indiscreto porque no se entrena”
Por fin llegó a la pared y aún tuvo que luchar contra los
flecos de los mantoncillos un buen rato.
-¡Vaya hombre…!- Una pequeña rotura en la caja de la
guitarra hacía que la roseta hubiese perdido parte de su tracería.-¡Me cago
en…!
Se la colocó en pecho y empezó a hacerla sonar con el
oído puesto sobre el aro.
Naturalmente, la guitarra estaba desafinada y nadie
hubiera podido solventar el problema de falta de resonancia provocada por la rotura. Pero Paco tenía habilidades nuevas que le hacían ver, oír y pensar todo
con mucha, muchísima claridad. En un par de intentos la situación volvió a
estar controlada.
-Diez minutos.- dijo el tipo de la puerta con un fuerte
acento norteafricano.
-Venga chicas… que ya estáis todas bastante guapas.
-Ya, Paco, ya.- dijo una jovencita con cara de
gitana.-A ti todas te parecen guapas.
-Tú más, Candela.- contestó con una sonrisa espléndida.
-Carmela, soy Carmela. Candela es esa.- Señaló a
una que podría pasar de los treinta, aunque lucía un cuerpo espectacular dentro
del ceñido traje flamenco.
-Tú también me gustas, Candela…- saludó pasando junto a ella camino de la puerta.
-¡Quita payá, tunante!
··
Mientras tanto, en la puerta del Auditorio, los últimos
espectadores hacían aún cola para entrar, detenidos ante un estricto control de
seguridad.
Un tipo alto, casi gigante, destacaba en la fila. Tenía
la mirada perdida y parecía canturrear algo entre dientes mientras se contaba
las falanges de los dedos. Llevaba la clásica chilaba del Rift, de rayas
verticales y capucha con cordón. Cuando le llegó el turno se quedó mirando
fijamente al agente que le tenía que cachear. Durante un segundo los dos
parecieron bloqueados, como jugando un juego de poder. Finalmente, el policía
le dejó pasar casi sin rozarle.
Un capitán, que observaba todo desde cierta distancia, se
acercó al agente.
-¿Y ese larguirucho, lo has cacheado bien?
-Sí. No llevaba nada mi capitán.
Se quedó mirando la figura del que acababa de entrar. Andaba
con dificultad, como si no doblase las rodillas, y su amplia chilaba bien
podría ocultar todo un polvorín. Aquello no le gustaba un pelo, así que
abandonó la puerta y se fue detrás de él a paso ligero hasta alcanzarle cuando
empezaba a bajar la rampa del patio de butacas.
-Oiga, oiga, ¡deténgase!
El tipo se dio media vuelta. Su figura era amenazadora y
apenas podía verle el rostro, entre la capucha y el contraluz del escenario.
-¿Qué ocurre?
“Esa voz…” Se echó la mano al cinto instintivamente.-Debe
acompañarme fuera, tenemos que registrarle otra vez.
-¿Otra vez?
“¿Porqué tiene esa voz?”
-Sí, vamos, dese prisa, no podemos estar aquí en medio.
Las luces del escenario se apagaron dejando todo el recinto a oscuras lo que sorprendió a los espectadores mientras tomaban
asiento, se movían por los pasillos o leían el programa. Pero fue sólo un par
de segundos, las luces del patio de butacas, mucho más tenues, iluminaron de nuevo el auditorio, pero el tipo ya había desaparecido.
-¡Mierda!-El policía cogió el walki- Aquí el capitán
Rashid, un sospechoso se nos ha colado, necesito apoyo, estoy en el corredor central del patio de butacas.
La radio devolvió un comentario de asentimiento mientras
él no paraba de mirar por encima del público. Pensaba que no debía ser difícil
encontrarle, dada su enorme estatura, pero la gente no paraba de moverse y la
iluminación era muy escasa. Un acomodador pasó junto a él.
-¡Eh, tú!- el hombre se detuvo de inmediato.-¡Que
enciendan todas las luces, todas las que puedan, ahora mismo!
Como si se lo hubiese ordenado el mismísimo Mohamed V, el
acomodador dejó plantados a los espectadores que le acompañaban y salió
corriendo entre el público en dirección al escenario. Subió las escalerillas
laterales y se perdió tras de las cortinas del fondo. No habían pasado ni medio minuto cuando un torrente de luz inundó la sala provocando murmullos de
protesta.
Rashid miraba nervioso de un lado para otro, no lo
encontraba. ¿Se habría metido entre bastidores? No, no le habría dado tiempo.
Quizá había salido. No, en la puerta había un follón y muchos policías, no se
hubiera atrevido.
-Jefe, aquí estamos, ¿de quién se trata?
-El tipo ese gigante, ¿os acordáis?
-Sí, ha entrado ahora mismo.
-Se me ha escapado. Mirad desde arriba, en los palcos y
en el patio, yo voy detrás del escenario. Hay que darse prisa, antes de que
apaguen las luces.
Cogió de nuevo el walki mientras aceleraba el paso en
dirección a la escalerilla del proscenio.
-Aquí Rashid. Quiero hablar con el Comandante Jaaliq.- unos
segundos después una voz metálica le respondió.
-Aquí Jaaliq. ¿Qué pasa ahora?
-Creo que estamos ante un 776. Está dentro del Auditorio,
le acabamos de perder. Pido permiso para desalojar al público.
Mientras desaparecía entre las cortinas volvió a sonar la
voz del comandante.
-Ni hablar. Está la crême de la crême, es
imposible… localice al sospechoso y neutralícelo, es una orden.
-Así lo haremos, comandante.
“¡Ojalá te reviente la tripa, cara de nabo!”
El agente camuflado de atrezzista de los camerinos vio al capitán desde la puerta y se le acercó
alarmado.
-¿Ocurre algo?
-¿Has visto entrar a un nacional muy alto, corpulento y
que andaba de forma extraña?
-No, mi capitán. No he salido de aquí como me dijo,
aunque algunos músicos ya se han marchado hacia el escenario. No había nadie
especialmente alto, más bien al contrario.
-Bien, quédate en la puerta. Si ves a alguien con esa descripción
llámame por el walki pero se discreto, no debe sospechar nada.
-A sus órdenes.
Arriba, entre los telares del escenario, en uno de los andamios,
el tipo alto observaba la escena entre el capitán y el agente encubierto. No
movía un músculo, casi ni respiraba, nadie podía reparar en él. Rashid, tras
despedirse de su hombre, se encaminó hacia uno de los costados renegando.-¡Mierda,
mierda!-
En el patio de butacas, nadie reparaba en el ir y
venir de agentes.
-Pues qué bien. A rey muerto, rey puesto.-decía un gordo
y refinado espectador a su acompañante.
-Mañana hemos quedado en el hotel Al Alba, para tomar té
y cerrar el acuerdo. Tenemos que darnos prisa no sea que se nos adelante
Abdulah y su gente.
-No te preocupes, ya me he encargo de él. Esta noche
tendrá la visita de dos jovencitos que lo tendrán entretenido hasta bien entrada la mañana.
Ambos sonrieron con malicia rodeados por decenas de
personas que esperaban a ver la actuación. Algunos comentaban el cambio de última hora en
el programa: la orquesta estaría esa noche acompañada por el desconocido
guitarrista Paco el Camboyano. Se rumoreaba que el que aparecía en los carteles
había sido detenido hacía un par de días cuando intentaba pasar veinte kilos de
hachís de Nador a Melilla. Debe ser que el mundo de la cultura no da para comer.
-¿Te vas a quedar luego a la fiesta?
-No puedo.
-¿Tu mujer?
-Sí, está casi de parto, está muy quejosa.
-No le hagas caso a las mujeres o terminarás como
nuestros vecinos los españoles.
-Ja, ja, ja… Es sólo hoy, sólo hasta que nazca mi hijo.
El presentador, vestido con un traje occidental blanco se
colocó en el centro del escenario y cogió el micrófono.
- Mesdames et
messieurs. ¡Bienvenue au festival de musique andalousie d'Asilah!
-¿Porqué dice madame
si no hay ninguna mujer entre el público?
-Sí, allí hay una.
-Española. ¿Ves lo que te decía?
-Y gorda, por Dios… gordísima.
-¿Estás seguro que es una mujer?
-Calla, que ya salen.
···
Mientras continuaba la presentación en francés, como era
lo habitual en un acontecimiento internacional, los músicos iban tomando posiciones
ordenadamente. Una vez colocados, el presentador se despidió y todo quedó en
silencio. Como decía el comandante Jaaliq, allí estaba la crema y nata de la
sociedad marroquí, una ocasión singular para lo bueno, y para lo malo.
Los músicos formaban dos líneas paralelas al telón de
fondo. De pié los violines al fondo y sentados las mandolinas en primera fila. Paco
apareció como lo haría un torero en la plaza: erguido, orgulloso y colocado,
aunque esto último casi ni se le notaba. La voz del presentador lo anunció
indicando que era un gran guitarrista flamenco, cosa que no era estrictamente cierta. El público aplaudió poco entusiasmado observando cómo Paco llevaba la
guitarra como a una novia, por el tamaño. Desde el patio de butacas apenas se apreciaban los daños de
la caja.
Diego el Chiclana, entre bambalinas, rodeado de chicas,
luces y tramoyistas intentaba concentrar la mirada en algo que no le produjera
náuseas.
Un par de toques de violín y el patio de butacas quedó a
oscuras y de nuevo en silencio, todos miraban a la orquesta, nadie sospechaba
nada.
La música empezó a brotar sinuosamente, como por
encantamiento.
Detrás del telón de fondo, el tipo gigante empezó a
descender las escaleras del andamio con una parsimonia que más parecía
indecisión, o miedo. Su rostro reflejaba tensión, sus manos sudaban entre los
pliegues de la chilaba, su mirada, en cambio, no mostraba ningún sentimiento.
Era una mirada fría, fija en un objetivo, casi la mirada de un autómata.
Las últimas chicas saliendo del camerino distrajeron el tiempo suficiente al agente encubierto, que no pudo verle cruzar. Al llegar a la cortina del fondo la recorrió sin rozarla
hasta situarse justo en la unión de sus dos mitades, en el centro. Su figura
oscura, siniestra, permaneció inmóvil mientras la música empezaba a crecer en
ritmo, simulando un animado diálogo sin palabras entre los dos grupos de
instrumentos. Ahí tenía que entrar la guitarra española, como una intrusa, un
tercer vértice de un triángulo amoroso imposible.
El capitán Rashid se detuvo detrás de Diego y las chicas,
mirando por encima de ellos, arriba, hacia los lados. Desde su posición no
podía ver a quien buscaba. Sudaba, aunque sus nervios no tenían un motivo
preciso sino más bien un montón de especulaciones terribles que Rashid borraba
una y otra vez de su mente.
El walky volvió a chasquear.
-¡Shh..! Están tocando.- dijo en árabe uno de los
tramoyistas.
-¿Lo has encontrado ya?- era el comandante Jaaliq,
parecía impaciente. El capitán se apartó hacia el interior.
-No, comandante. Esto me huele muy mal.
-¿Habla en serio?
Rashid se asomó un poco. Allí estaba el comandante, en el
palco principal, junto al delegado del gobierno, el ministro de comercio y
algún que otro empresario desconocido. Parecía haber cambiado rápidamente de
opinión porque se estaba levantando con cara de pánico.
-Sigo insistiendo en que deberíamos desalojar, mi
comandante.
-Y yo sigo insistiendo que su obligación es darle caza
discretamente. No podemos comportarnos como histéricos occidentales.
Rashid se mordió la lengua y evitó decir lo que pensaba.
En su lugar emitió un escueto:
-Sí señor.
Giró la cabeza para intentar encontrar el enganche de la
radio en su cinturón justo cuando las cortinas del fondo se separaron. El
fugitivo entró en escena pegando un fuerte empujón que arrojó a los violinistas
contra sus compañeros de primera fila y el público vio de pronto esa figura
imponente vistiendo chilaba de rayas. Llevaba puesta la capucha, lo que impedía
que las luces de los focos iluminaran su rostro.
Algunas personas se levantaron. En el palco principal, el
ministro de comercio hizo ademán de irse mientras sus acompañantes miraban al
escenario aterrorizados. El público en general se tensó ahogando un grito. La
música había dejado de sonar.
-Alah agbah!- gritó el intruso abriéndose la chilaba.
El público emitió por fin un grito de pánico mientras él
mostraba su cuerpo, envuelto en lo que tenía todo el aspecto de ser una faja de cargas
explosivas. Su mano derecha sujetaba una perilla conectada a un cable que se
perdía entre los paquetes de su barriga.
Aprovechando la parálisis de la gente, el individuo
empezó una larga letanía que ponía los vellos de punta. Los músicos empezaron a
abandonar torpemente sus lugares buscando una forma de bajar del escenario.
Entre bastidores, algunos movimientos anunciaban una inmediata estampida.
“Que Dios se apiade de nosotros”, pensó Rashid mientras
sacaba su arma y le intentaba encañonar entre las cabezas de las bailarinas,
que, presas de la histeria, chillaban y tropezaban unas con otras, dudando entre
salir al patio o huir por detrás del escenario. Aquél tumulto impedía que
pudiese fijar su objetivo.
Paco, sentado en el proscenio, a la izquierda del
terrorista, intentaba ver qué sucedía pero no lograba hacerlo por culpa de los
músicos, las candilejas y su escasa estatura, sin embargo la sangre ya fluía con
fuerza por sus venas haciendo subir su temperatura corporal rápidamente.
-¡Al suelo, coño!- gritó en español el capitán. Las
bailarinas y el mismo Diego le entendieron perfectamente. Como aplastados por
una fuerza invisible, desaparecieron al unísono de la línea de tiro, despejando
la trayectoria de la bala que, sin perder un segundo, salió disparada del cañón
de su pistola en dirección a la cabeza del gigante con un fuerte y seco
estruendo.
El sonido del disparo fue simultáneo al fogonazo del
escenario. El público, escondido como podía entre las butacas, supo que sus
días habían acabado. Rezos, llantos, gritos, lamentos.
Y estupor. Un interminable segundo después, allí seguían.
No había pasado nada. La gente empezó a asomar la cabeza timidamente por encima de los
respaldos de las butacas. Con el barullo provocado por la mezcla de sorpresa,
alivio y alarma no pudieron escuchar una lejana explosión, hacia el oeste, pero
si vieron cómo el terrorista seguía allí, aunque tumbado y casi desnudo. No
parecía herido. Probablemente, la bala de Rashid diera contra algún perfil
metálico o se terminara colando entre las cortinas incrustándose en algún muro.
Nadie echó de menos al guitarrista ni reparó en su silla, inexplicablemente
chamuscada.
Tras unos segundos la gente reaccionó y comenzó a correr
hacia las salidas, movida por el mismo pánico que segundos antes la había
dejado paralizada. De nuevo el caos se adueñó de todo: empujones, codazos, caídas, gritos.
El capitán, aprovechando que los artistas habían saltado
del escenario, corrió hacia el terrorista caído. Estaba atado de pies y manos,
no tenía explosivos y su rostro era el rostro de la desesperación.
-¡Máteme, por Dios, máteme!
Rashid no hizo caso, se guardó la pistola y se arrodilló
para examinarle. No sabía cómo pero algo o alguien había evitado una masacre, porque aunque ahora el tipo parecía inofensivo, no tenía ninguna duda de que hacía unos segundos estaba forrado de explosivos.
-No te preocupes. Morirás, pero antes tendrás que
responder a algunas preguntas.
Sin apenas terminar sus amenazas, el
terrorista empezó a convulsionar dando botes sobre del escenario como una carpa
recién pescada. Su rostro deformado por la tensión muscular, sus gritos
desgarradores comunicaban un dolor insoportable.
El policía intentó sujetarle apretándole el pecho cuando
la piel del infortunado se cubrió de una maraña de líneas de color morado que
no paraba de extenderse, sus venas se hincharon, sus ojos se vaciaron en las cuencas mientras la lengua se le desacía en una masa pestilente y negruzca ahogando sus gritos. Rashid
se dejó caer hacia atrás, asustado de lo que estaba viendo.
La piel se rasgó a lo largo de sus capilares dejando
salir un humor pestilente que parecía corroer todo lo que tocaba. Rashid
reptaba de espaldas huyendo del desagradable espectáculo.
-Dios mío… ¿qué.. qué…?-
Casi tan súbitamente como empezó, el sufrimiento cesó. Los
restos del terrorista se desparramaron por el suelo formando una masa
hedionda que hervía en contacto con la madera. El capitán se quedó mirándola
atónito, solo en un escenario dantesco.
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